Siete de febrero de 2008


La guerra de las Galias Futuras.

Julio César había sufrido un atentado. Cuando visitaba el barracón de los legionarios heridos, un joven de origen lusitano se abalanzó sobre él y pretendió darle muerte con un cuchillo oxidado. La guardia pretoriana le redujo antes de que hiciera nada y le dio muerte. La cabeza de Julio César trabajó rápidamente e ideó un posible complot del Senado para acabar con su vida. Era, posiblemente un espía, un agente a cargo de sus enemigos. Después de haber vencido a los Galos, el siguiente paso era la conquista de Roma.

A pesar de todo, quería saber la verdad. ¿Qué había inducido a aquel legionario, supuestamente fiel, llamado Caius a tratar de matarle?

∞≈∞

Julio César lleva siete años de campañas en las Galias. La anterior pudo haber sido la última, cuando Vercingétorix claudicó arrojando el escudo del arberno y su espada. Pero este año aún quedan fuerzas de la resistencia celta que se enfrentan a las legiones romanas. En una de ellas milita Caius. Sólo Caius. Es un pobre lusitano que trata de obtener la ciudadanía romana mediante el servicio en milicias.

Caius es un muchacho de unos veintidós años, o eso piensa él. En su tribu no tenían costumbre de contar los años, como hacen los latinos, ni tampoco se preocupaban de recordar la fecha de nacimiento de un hijo de campesino, uno de tantos. Su vestimenta era incluso peor que la de sus compañeros. El peto de cuero estaba marcado por muchos cortes propinados por los galos en los años de campaña en los que había estado bajo las órdenes de César. Las sandalias tenían tantos agujeros en la suela que apenas servían para aparentar que estaba calzado. Eso no le importaba, porque toda su infancia estuvo descalzo por falta de dinero de su familia. Lo que no tenía defectuoso era una lustrosa falcata, un arma íbera que César había accedido a permitir en sus tropas. De esa espada dependía su vida y no la desatendía nunca. Olvidaba mencionar el escudo que sin duda había conocido días mejores. Estaba tan abollado que era incómodo de sujetar, porque en el asa apenas cabían los dedos.

En estas que la división a la que pertenecía la legión de Caius se encontraba en el campo de batalla enfrentándose a un nutrido grupo de celtas furiosos y letales. Los romanos llevaban las de ganar, pero eso no amedrentaba a los galos que en la certeza de la próxima muerte, se entregaban con mayor ahínco a los menesteres del combate, dejando innumerables bajas en los cuerpos de mercenarios de Roma.

Aún sabiendo de la superioridad numérica y de que sólo era cuestión de tiempo que los galos perecieran bajo las armas romanas, Caius estaba preocupado y francamente asustado. No es que fuese un cobarde, es que él era uno de los que tenían que acabar con la resistencia y eso podía costarle la vida. Además de conseguir la ciudadanía, Caius estaba en milicias por la soldada. Y no hay dinero que compre la propia vida. Los galos, por el contrario, estaban en el combate por convicción y por ideales, no importándoles el dar su vida por la causa.

En un momento, Caius y tres de sus compañeros se vieron rodeados de fieros guerreros que trataron de darles muerte. Un fuerte golpe en la cabeza le dejó inconsciente, postrado en el suelo. Fue entonces cuando ocurrió el prodigio. Allí en el suelo permanecía su inerte cuerpo mientras él se veía a sí mismo en esa situación. Tras los primeros momentos de pánico, suponiéndose muerto, optó por tocar su cuerpo inmaterial y cuando se pudo cerciorar de que no le faltaba ningún miembro y ni siquiera sangraba, se calmó y aguardo junto a su cuerpo el final de la refriega.

Poco después los legionarios acabaron con los pocos galos que quedaban en pie. Empezaron a llegar los refuerzos y se hicieron cargo de los heridos. Cuando llegaron a su posición e inspeccionaron su cuerpo les oyó decir “vive” y se le metieron en un carromato que le llevaría al hospital de campaña. Caius fue tras su cuerpo, pero cuando el carro empezó su marcha, no pudo seguir su ritmo y se quedó rezagado.

Una niebla improvisa se alzó en el camino y le dificultó la visión. Unos pocos pasos más y ya no pudo saber dónde estaba. Cuando su caminata errática se detuvo por falta de rumbo, su cabeza había dejado de pensar con claridad y los pensamientos se le agolpaban caóticos. ¿Había muerto? Si estaba muerto, había muerto honrosamente en el combate. Pero, ¿tenía un camino que seguir? ¿Qué le estaba pasando?

La luz del sol empezó a atravesar la niebla que empezó a clarear y pudo divisar un edificio extraño, pero a la vez familiar. Tenía algo de romano, pero era mucho más austero. Decidió acercarse con la esperanza de que alguien pudiese ayudarle. La puerta estaba cerrada y cuando alargó la mano para golpearla, parte del brazo la atravesó. Si no tenía cuerpo, no tendría que preocuparse de las limitaciones terrenas y podría franquear las limitaciones de la física. Con temor dio un paso al frente y cerró los ojos. Un segundo paso le permitió franquear la puerta y un tercero le plantó en el interior del edificio.

Era una nave amplia, flanqueada por columnas. Un ventanuco dejaba pasar la luz tenue que atravesaba la niebla. Unos instantes y su vista se habituó a la luz del interior. Olía a incienso, algo que a él siempre le había sorprendido. En su pueblo de la Lusitania ulterior, el buen olor se comparaba con las flores, el heno y el agua fresca, pero los romanos apreciaban ese hedor ceniciento que ocultaba otros malos olores y que conseguía marear a los que lo respirasen en un recinto cerrado. Pero él no se mareaba. Sólo lo percibía.

En la parte más destacada del edificio, un altillo con una mesa y, presidiendo toda la escena, una cruz. La imagen le sobrecogió. Siempre consideró a la cruz como la manera más atroz de imponer justicia que tenían los romanos. Querer ser uno de ellos no hacía que compartiese todos sus gustos, especialmente el circo.

Caius supuso que aquel edificio era la sede de alguna secta que adoraba a la muerte cruel. Sino, ¿qué hacía una cruz en un altar? Decidió salir lo antes posible de aquel lugar y buscar ayuda en otro lugar.

Atravesó las paredes de aquel templo y fue entonces cuando tuvo conciencia por primera vez de que estaba desnudo. Nada de su uniforme de soldado vestía su desnudez. Lo que de verdad le preocupaba era no contar con su falcata. Si tenía que defenderse, sólo contaba con sus propias manos y la verdad es que su incorporeidad no ayudaba en absoluto. Si alguien era capaz de dañarle, no tendría manera alguna de defenderse.

Al poco de salir descubrió un castillo de aspecto sobrio, pero monumental en sus dimensiones. Decidió abordarlo por la zona que más fácil le pareció, pero estaba tan fuertemente custodiado que se dio de bruces con una patrulla de soldados. Le atravesaron como el que pasa a través de una cortina de humo y ninguno se percató de su presencia. A Caius no le quedaba ninguna duda. No sólo carecía de consistencia, además era invisible a los demás.

Vestían unas túnicas feas y pesadas, como petos hasta las rodillas y unas medias cubrían sus piernas. Llevaban un yelmo que no había visto antes. No pudo entender el idioma en el que hablaban, pero dedujo que había mucha gente importante en el castillo, un cónclave de mandatarios, por lo que optó por adentrarse más en él. Tal vez alguien pudiese saber cómo ayudarle a salir del embrollo en el que estaba metido y devolverle su cuerpo.

Llegó a lo que parecía un salón del trono, que sólo contaba con custodios y nadie más. Al poco tiempo de permanecer allí, un número de cortesanos se fueron disponiendo en la sala. Parecía más plebeyos que patricios, principalmente por su función, pero sobre todo por los vestidos portados, tan parcos y de colores tan tristones. Uno de ellos vestía de negro, con túnica hasta los pies y una gran cruz en el pecho. Por lo que podía ver, los galos habían optado por esa extraña religión de la que nada conocía.

Sonaron unas trompas componiendo una fanfarria guerrera y supuso Caius que los miembros más ilustres del castillo eran anunciados con toda la pompa y boato que se les prestaba. Y mucho debía ser, por el número de miembros que traía el séquito.

Algo raro estaba pasando. Caius había visto muchos poblados celtas a lo largo de sus años de servicio y nunca había visto a esas gentes. Los galos vestían con pieles, cascos rematados en penachos de plumas y portaban sus armas allá donde fueren, pero estos galos tenían más de romanos que de celtas. Uno de ellos, más alto que los demás portaba una corona de oro y un pequeño orbe, ambos completados en su extremo con una cruz.

Empezaron a hablar y entendió perfectamente lo que decían porque lo hacían en latín. Pero su manera de hablar no era pura. Se notaba que era para ellos un segundo idioma, un idioma de ceremonias, no una lengua viva. Empezó a hablar el que parecía rey.

— En el año ochocientos de Nuestro Señor Jesucristo…

Caius nunca había oído nombrar a los años de esa manera. Su extrañeza era mayúscula.

— … he sido nombrado por el Papa León III emperador de todos los Romanos…

¡Y Julio César, que iba a hacer al respecto! Se preguntaba Caius. Cuando se entere nos hará volver a toda prisa a Roma.

— … y ha sido en pago a mi ilustre persona y al esfuerzo por expandir la doctrina de Nuestro Señor en los reinos germánicos y sajones. Yo, Carlomagno, gobernaré el mundo desde aquí, desde Aquisgrán.

Caius no sabía exactamente dónde se encontraba. Nunca había oído el nombre de aquella ciudad, pero le sorprendió verse ante su monarca. ¿Cuál sería la religión de aquel Imperio Romano del que hablaba? Él sólo conocía la República. Bien es cierto que antes habían tenido reyes, pero de eso hacía mucho tiempo.

— Desde que Julio César dirigió el destino del Mundo, no ha tenido Roma un emperador más augusto y devoto que el que encierra mi persona. Ocho centurias han conseguido la perfección y yo os digo desde aquí que el porvenir nos augura una época de esplendor como nunca antes había conocido la civilización.

¡Ocho siglos! ¿Cómo que ocho siglos? De primeras, su cabeza no alcanzaba a entender la verdadera profundidad de las afirmaciones de aquel “emperador”. Además, ¿Julio César emperador? Le estaban tomando el pelo. Lo que no se le escapaba es que podía estar siendo testigo de algo que no existía aún. ¡Él no era incorpóreo! ¡Era la realidad que le rodeaba la que aún no había acontecido!

Salio a toda velocidad de la cámara donde se encontraba la corte y huyó desesperadamente sin tomar rumbo fijo. Se adentró más en la niebla, cuando un olor a carne asada. ¿Tenía hambre? No le parecía. Desde que estaba en esta situación, no había probado bocado ni bebido agua alguna. Por esa razón, y por no saber dónde más ir, se acercó a la fuente del humo.

Encontró un poblado coronado por otro edificio en forma de basílica. Las calles estaban desiertas y optó por acercarse al centro de la población cuando vio una escena espeluznante. Un hombre vestido con túnica negra, parecido al que había visto con Carlomagno, blandía un pliego de hojas de papel mientras profería en un tono amenazador, consignas que sus correligionarios parecían entender y corear. En el centro de la plaza, una enorme hoguera prendía un fuego que rodeaba a un mástil de madera en el que una mujer, claramente torturada, iba a ser asada viva. El populacho bramaba extasiado ante la escena.

En la puerta del edificio leyó en números romanos “mil trescientos trece”. Había pasado medio milenio desde lo que acababa de ver. Entonces escucho al sacerdote enunciar una plegaria y la entendió al estar burdamente en latín.

— Señor, apiádate del alma de esta pecadora, que espía sus pecados en el fuego purificador. Perdona sus afrentas y llévala a tu gloria. Porque es una hereje que te ofende y nosotros tus siervos que erradicamos las blasfemias que profieren nuestros enemigos, inspirados por el diablo…

¿De qué señor hablaban? Otra vez la cruz presidía las acciones de los galos. ¿Cuál sería su nuevo dogma? Pero algo le intranquilizó definitivamente:

— … y nosotros le venceremos, nosotros, la Iglesia Romana.

Caius había comprendido por fin. No estaba viendo su historia, sino la futura. Estaba en la Galia, pero no en su Galia, sino en la futura. Y los Galos del futuro eran Romanos, pero no adoraban a Júpiter, sino a un señor que se asociaba a la tortura de la cruz.

Desconcertado, abandonó el pueblo y se dirigió de nuevo a la niebla con la esperanza de poder volver a su cuerpo, a su Roma, a su tiempo.

Caminó mucho tiempo por un sendero, hasta que dio con un enorme edificio que se le antojó un palacio, rodeado de setillos como nunca había visto antes. Era una construcción muy parecida a la de los edificios más lustrosos de Roma. Los jardines dibujaban con plantas figuras geométricas perfectas. Cada pocos pasos, una fuente de sorprendente versatilidad soltaban agua de figuras maravillosamente labradas.

Fue entonces cuando vio a una mujer y se quedó petrificado. Era una muchacha de apenas veinte años, pero tenia el cabello totalmente canoso y las posaderas abultaban como las de una vaca. Llevaba una vestimenta rica en detalles bordados y joyas que la colgaban de las orejas y del pecho. ¿Qué magia había convertido a esa joven en una anciana? La vio correr cuando un caballero, también joven y también canoso apareció en la escena y salio tras ella. El chico le dio alcance y se revolcaron en el suelo. Como la falda de la mujer tenía esa extraña forma, no pudieron dar vueltas libremente. La curiosidad pudo más que la cautela y Caius se aproximó todo lo que pudo. Aún no tenía asumido que no le veían.

Ni una palabra pudo entender. Ella se llamaba Maria Antonieta y él Mi Señor, o algo así. Cuando estaban a punto de consumar el acto, un sirviente se les acercó, con su traje rojo y su pelo también canoso. Algo les dijo y se incorporaron. El joven se acicaló lo mejor que pudo y salió al paso de su criado. Caius les siguió, aunque no sabía si admirar a la joven. A pesar de haber sido aviejada hasta el punto de haber perdido el color de la piel y el pelo, sustituyéndolo por una palidez enfermiza, le resultaba una joven interesante, incluso atractiva. Pero la intuición le hizo abandonar sus instintos y seguir a los dos hombres.

Entraron en la casa que suponía era un palacio y atravesó pasillos y estancias lujosamente ornamentados. En una de las salas había un trono (por lo que aquello era sin duda un palacio) y el joven se sentó. No le había parecido a Caius en ningún momento un monarca. Él estaba acostumbrado a los gobernantes guerreros y no a los patricios acomodados. En la sala aguardaba un hombre vestido de pies a cabeza con una túnica púrpura. Su cabeza la cubría un minúsculo gorrito del mismo color. Las barbas de todos los presentes eran ralas y muy cuidadas. Los criados carecían de ellas.

El rey dijo algo y los súbditos abandonaron la estancia. Ambas personalidades hablaron. La cruz del pecho del hombre vestido con túnica denotaba que era miembro de aquella extraña religión que había visto. Aguantó un tiempo la conversación, pero se le hacía tedioso el no entenderlos por lo que decidió abandonar la sala.

Pero tuvo que detener su camino. En un momento, el sacerdote empezó a mezclar palabras en ese idioma que no entendía con el latín. ¡Aquellos hombres, aquel monarca, eran romanos! Dedujo por unos textos escritos en los tapices con caracteres latinos, que a él o a algún otro le llamaban Rey Sol. El culto incluía, por lo visto, viejos dioses. Miró detenidamente la estancia y pudo comprobar que las figuras religiosas que él conocía seguían estando presentes. Un Hermes de metal presidía una esfera en la que se encontraban escritos en romano los números del uno al doce. Una escena en un gran lienzo representaba a Hércules contra el león. Cupido presidía el rincón de la sala. Aquello era Roma. Roma con la cruz como símbolo central. No lo entendía y salió de la sala, apenado.

Salió del palacio y poco después oyó un tumulto. Se dirigió a él y vio una enorme plaza presidida por un curioso artilugio. Su forma en ele se volvió siniestra al verla rematada con una enorme cuchilla. El joven que hacía un momento se había sentado en el trono, permanecía de pie con las manos atadas a la espalda. Le obliga un verdugo a agacharse y meten su cabeza entre maderas. Cuando Cauis suponía que lo que iba a pasar es que le iban a dejar allí como escarnio, sin agua ni comida, como tenían costumbre con los prisioneros galos, la cuchilla cayó y seccionó el cuello, separando la cabeza del tronco. La cabeza decapitada se depositó en un cesto colocado a la cabecera de aquel engendro a tal menester. Un chorro de sangre salió por donde antes estaba la garganta y tras unos espasmos el cuerpo paró.

¡Se habían vuelto locos! Los Galos del futuro iban a adorar a la muerte cruel y de todo ello tenía la culpa Julio César. Todos los reyes se habían hecho eco de él a lo largo de los siglos y no podía tolerar que la civilización romana llegase a tal extremo. Caius era romano, pero antes lusitano y en las costas del Atlántico se apreciaba la vida. No podía permitir que aquella crueldad se apoderase de sus gentes.

Volvió al camino alocadamente, sin dilación y se arrojó a la niebla. En su huída desenfrenada dio con una caseta de la que salían voces y gritos lastimeros. Entró y en un camastro encontró su cuerpo tendido. De un salto, entró en él de cabeza y despertó. Estaba vestido y podía ver sus manos. Un legionario se percató de sus movimientos y avisó a un curandero para que le atendiera.

Tendría su oportunidad.

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