Veinte de marzo de 2008


Pero, ¿quién es Remigio?

¿Que quién es Remigio? Pues Remigio es un hombrecillo de cuarenta y tantos, de formas redonditas, aunque no gordo, todavía. Le pusieron Remigio como a su abuelo, también Remigio. Vive en un bajo de poquitos metros cuadrados. Le gustaría tener una casa más grande, pero su sueldo no se lo permite.

Y no se lo permite porque él es muy torpe con eso de la informática. Su mesa de trabajo está llenita de papeles que no van a ningún lado. Cuando quisieron adaptar a los tiempos modernos a la empresa de naderías en la que trabaja, hicieron unos cursillos para que todos los empleados aprendieran a manejarse con el ordenador. El pobre coordinador del proyecto esperaba dar cursillos de ofimática, programación y páginas web, pero lo primero que se encontró es con el problema más grande jamás soñado por un informático. No fue Remigio, pero casi, el que preguntó “¿Y cómo se enciende esto?”. Desde ahí todo cuesta arriba.

Remigio no es tonto, así que descubrió por sí mismo cómo se arranca el bicho ese y supo cómo se escribía la contraseña para entrar. Pero nada más. No es que tenga fobia a los ratones, pero ese artilugio extraño que tiene forma de pastilla de jabón, pero los ingleses, que son muy cultos ellos, lo llaman “Mouse” y nosotros, que carecemos de originalidad, lo tradujimos. Y por eso todos los días recibimos en el Mail un montón de fotitos graciosillas con el ratón en mil y un situaciones jocosas del tipo “ratón de ordenador perseguido por gato”; “ratón de ordenador sobre queso de agujeritos”; “ratón de ordenador con orejitas”. Una vez más se demuestra lo malo que es hacer trabajar a la gente en horarios obligatorios y no darles suficiente tarea.

En fin, volvamos a Remigio y sus líos informáticos. El hombre no era capaz de manejarse con el ratón (imaginemos por un instante cómo sería el mundo si llamásemos pastilla de jabón a ese accesorio), ni darle “clic al botón izquierdo” y ya no te digo darle “clic” al derecho. Así que, como vieron que no tenía futuro aquello, le devolvieron a su mesa atiborrada de papeles. Y lo curioso es que no sólo los jóvenes supieron aprender a manejarse con los ordenadores. También los mayores del lugar, incluido aquel que no supo cómo encenderlo. ¡Pobre Remigio!

Todo lo que sobraba, para Remigio, porque los papeles no dejaron de aparecer, por mucho que aquel buen señor, aquel coordinador quiso eliminar para siempre. No señor. Remigio tenía tarea, aunque a nadie le importa lo que hace. Él se limita a hacer lo que le mandan. Otra cosa es que alguien se preocupe de supervisarlo y otra muy distinta que alguien lo valore. Así que Remigio termina su jornada a la seis y se va para casa. Solito.

Remigio llega a casa y se desviste. Deja su raído trajecito de medio marca medio nisu y se sienta en el sofá. Unas revistillas anticuadas cubren la mesita que tiene delante de él. Hay un viejo número de dominical, que casi no ha leído y un prospecto de supermercado. Siempre mira lo que le ofrecen las ofertas, pero cuando llega a la tienda, se le ha olvidado aquello para lo que fue. Pero no se crean ustedes que Remigio es un desastre. Ni mucho menos. A hacer los sudokus no le gana nadie. Bueno, sí, pero los profesionales no cuentan. Digo los que hacen pasatiempos por pasar el tiempo, por matar el rato. A perder el tiempo no le gana nadie.

Enciende la luz y coge un libro. Las aventuras del Barón de Muchhausen. A Remigio le gustaría vivir aventuras, pero no sabe cómo. Ni siquiera tiene talento para ser un Tartarín de Tarascón. Le da mucha vergüenza hacerse notar. Así que no cuenta ni lo que le pasa de verdad, no sea que sus compañeros de trabajo crean que está faroleando. Dejemos ahora que nuestro protagonista lea tranquilo.

Después de una horita, se levanta del asiento y se dirige a la cocina. Saca un poco de queso, embutido, paté, yogurt y fruta (una manzana, ¡qué tentador!) y lo pone todo en una bandejita. Para beber agua y como complemento fashion, una servilleta, por si se mancha. Se pone delante de la televisión y ve las noticias. Cuando termina, se queda viendo un programilla de entretenimiento. Hoy toca canciones del año pum. Es un bodrio que pocos verán, pero que a Remigio le entretiene. El programa no ha terminado, pero le entra sueño y se prepara para acostarse. Un cepillado rápido, de esos que parece que haces algo pero no, se pone el pijama y a la cama. Al ratillo está dormido y ronca de maravilla.

Son las siete. Suena el despertador. El ruido es infernal, pero no puede acallarlo si antes no se levanta. Y es que el despertador está lejos de la cama, a los pies de Remigio. Es un truquillo que tuvo que hacer, porque si apagaba el despertador y seguía en la cama se quedaba otra vez dormido. Ya llegó varias veces tarde a la oficina por esa razón y la excusa de que tenía el vientre revuelto no le valía para toda la vida. Así que ya tenemos a nuestro héroe levantado. Lleva los cabellos alborotados y el pijama de color (que no las medias). Ahora, que ya hemos intimado un poquito con él, diré que Remigio tiene el cabello rizado. El poco cabello que le queda, porque es calvo, lo que da un toque de redondez a su cabeza. Se va directo al baño y orina ruidosamente. Después de la micción sigue ahí con sus genitales al aire y bostezando, porque, por alguna razón, le relaja mucho rascarlos tranquilamente. Algunas veces durante cinco minutos y, claro, así llega tarde al trabajo. Seguro que el que se inventó el refrán de “rascarse los huevos” tenía a Remigio, o a alguien como él, como modelo.

Remigio se lava la cara (como los gatos) y se viste con la ropita que preparó el día anterior (no me había acordado de mencionarlo, pero es que uno no puede estar en todo) y se pone todo, aún a riesgo de mancharse con el desayuno. Pasa a la cocina y se toma un vaso de leche con unos bollitos de leche que están estupendos. Y es que Remigio es un goloso. La prueba de su afición la lleva en sus michelines. Vean si no lo lustrosos que los tiene. Si es que son idénticos a su padre.

Toma las de Villadiego y se dirige al metro. Había olvidado mencionar que Remigio no conduce. La verdad es que no lo ha intentado. Bueno, sí. Una vez estuvo en una academia y se sacó el teórico. El chico no es tonto. Pero cuando cogió el coche por primera vez en las clases prácticas la cosa fue como con el ordenador. Hasta tal punto que no se presentó al examen. El profesor de autoescuela se negó a seguir dándole clases. ¡Es que era un peligro!

Remigio coge el metro y aguanta estoicamente el trayecto que hace, como siempre, sin sentarse. Lo único que le alegra el trayecto es uno de esos periodiquillos gratuitos que le dan en la boca del metro. Lo lee con avidez y llega a su oficina tras una hora de rascados furtivos, bostezos abiertos al concurso del personal y miradas aviesas a las mujeres que van con él. Porque a Remigio siempre le han gustado las mujeres con muslos gorditos. Su tipo, si es que alguna vez consigue que alguien sea su tipo, claro está, es el de una mujer como él, pero con muslo gruesos.

¡Ay, Remigio, qué soñador que eres!
P.D. El personaje en el que me inspirado para crear a Remigio es François Pignon en Le Dîner de Cons, interpretado magistralmente por el actor Jacques Villeret. Espero no ofender a nadie. Además, Remigio será un héroe. Lo prometo.

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