Tres de abril de 2008


La inmortalidad del cangrejo.

¡Qué curiosa la manera de andar del cangrejo! Todo el mundo dice que caminan para atrás, pero no es cierto. Caminan de lado, por precaución. Porque caminar hacia atrás es aventurarse en el peligroso terreno del pasado. Siempre es mejor revisarlo desde la distancia y con la mayor perspectiva posible. La cercanía quema, sobretodo si ha sido mejor que lo que tenemos ahora que vivir. Eso pensaba Tintín.

Con una gabardina clara, abrochada hasta el cuello, Tintín se encontraba sentado en un banco de un muelle del puerto. Su casa no quedaba lejos, así que podía acercarse sin demasiado esfuerzo. Los años le habían mermado hasta el punto de hacer de él un hombre menudo, más aún si cabe de lo que había sido en su juventud.

Y su camino siempre le llevaba a mirar el mar y los barcos. Sobretodo los barcos.

Recordaba la primera vez que vio el Karaboudjan, el Barco del Capitán. Milú – mi pobre Milú, como el solía decir – metió por casualidad su hocico en una lata de conservas de cangrejo que en realidad era el medio empleado por unos narcotraficantes para transportar opio. Ahora no quedaba nada de eso. Milú y el capitán Haddock hacía décadas que habían muerto. Y el profesor Tornasol. Y Bianca Castafiore.

Él no. Tintín era muy joven cuando conoció a todos esos amigos. Sólo sobrevivía Chang, que había decidido abandonar su país, China, para venir a cuidar de su viejo amigo. Tampoco había muerto Hernández. Tras la muerte de su hermano había decidido jubilarse y retirarse a la campiña. Era un lugar bonito para acabar. Allí no tenía que hablar con nadie ni echar de menos a su hermano cuando completaba sus comentarios con aquel entrañable “Yo aún diría más”.

El pasado tenía esa propiedad tan dolorosa como las pinzas del cangrejo. Una vez que te pinzaba y agarraba, el dolor es agudo y el cangrejo se aferra con todas sus fuerzas. Así es la memoria traicionera en la que lo pasado es mejor y su ausencia amarga. La memoria nos coge como el cangrejo. Mordaz, traicionera e imposible despojarse de ella.

Tintín estuvo a punto de morir en numerosas ocasiones. Cuando era muy joven estuvo ante un pelotón de fusilamiento no menos de cinco veces. O seis. No se acordaba. Pero lo añoraba. Siempre es mejor eso que el abandono progresivo de la vejez. Tintín era aquel muchacho de pantalones bombachos, flequillo respingón y aguerrido carácter. Pero eso fue así sólo una década.

Aunque cuando decidió retirarse de la vida emocionante estaba contento y se dedicó a escribir sus memorias, a clarificar sus ideas y a dar un cuerpo definitivo a su biografía, la tranquilidad le abrumó. Decidió viajar por el mundo, ya sin la compañía de su fiel Milú y sin el capitán, que cayó enfermo. Demasiados años de adicción al alcohol pasaron factura a su hígado.

Regresó de inmediato cuando se enteró que el cáncer era virulento y que a Haddock sólo le quedaban unos meses de vida. Después la depresión. Nunca había sufrido la pérdida de un amigo. Siempre salían airosos de cualquier aventura, incluso cuando los incas les condenaron a morir. Tuvo la sangre fría de no decir ni pío de cómo iba a evitar la muerte mientras el capitán se destrozaba por dentro de los nervios que tenía. Años después, Tintín reconoció en la séptima edición de sus memorias que por aquella época era un inconsciente.

Poco le deparaba el resto de su vida. Diez años de aventuras maravillosas y después nada. Tras cinco años de depresión intermitente, volvió al periodismo. Primero noticias locales y luego nacionales. Pero no fue capaz de abandonar Bélgica. Ni siquiera visitó Sildavia, donde conservaba a muchos buenos amigos. El monarca había abdicado a favor de su hijo, otro Ottokar. Aunque sería bien recibido, ya nada sería lo mismo. No visitaría el país como un aventurero capaz de jugarse la vida por un país que apenas conocía ni partiría rumbo a la Luna una segunda vez. Sería la memoria, la sombra de aquel periodista arriesgado. ¿Para qué volver?

Las latas de cangrejo eran algo común y nunca contenían nada que no fuese carne de cangrejo. Lo mismo pasaba con la vida de Tintín. Nada en ella salía de lo común. ¿Cuál es la gracia de abrir una conserva y no encontrar en ella la aventura? Todo el mundo habría la lata para comer. Tintín la habría como el que abre un cofre del tesoro. Con la promesa de una futura aventura.

La mirada se le perdió cuando dio con el lugar exacto donde le arrojaron un enorme palé de mercancías para matarle. Subían algo al Karaboudjan y los narcotraficantes aprovecharon para quitárselo de encima. Aún no era un periodista notorio. O quizá sí, pero no fuera de las fronteras de su país. Pero los criminales le temían. Porque ellos sí que corrían el riesgo de morir. Eran otros tiempos. A nadie le importaba que un malhechor perdiese la vida, sobretodo si había sido malo con un perrito como Milú. ¡Qué canallas!

Tintín dedicó no menos de doce años a las noticias locales. Sin su perro y sin acompañante, no fue capaz de contar nada de valor a los lectores. Así que decidió vivir de su vida, de aquellos diez maravillosos años. Y la fama volvió a llamar a su puerta. Algún criminal intentó atentar contra su vida, pero pasó lo de siempre. Se libró por los pelos y sus enemigos, como siempre, terminaron en la cárcel. O muertos. No había perdido su toque de suerte, pero sí su arranque explorador y aventurero. Era una pena.

Aún faltaba media hora para que Chang viniera a recogerle. Le quedaba tiempo para divagar a su antojo. Recordó cómo Milú dio con la pista de las latas de cangrejo y cómo termino dando con aquel borrachín de capitán. Nadie pudo entender nunca su relación con él. Hubo malas lenguas que les acusaron de homosexualidad. Pero no era cierto. La principal razón es que en lo más profundo de su ser eran almas gemelas, dispuestas a arriesgarlo todo por un amigo y por vivir aventuras lo más peligrosas posibles. Ser un aventurero solitario estaba bien, pero no era tan bueno como cuando compartía la experiencia.

Si se podía acusar a Haddock y Tintín de algo era de ser adictos al riesgo. Pero no al riesgo por el riesgo. Para ellos era necesario una causa, por muy peregrina que pareciese. Se subieron a un cohete sólo porque un amigo se lo pidió. Recorrieron países en los que su vida corría peligro sólo por rescatar a un amigo. Todo por un amigo. Y todo el mundo es amigo de Tintín. Todo.

Tintín se levantó. Sus recuerdos traspasaron la barrera de la realidad y en un instante se volvió a ver acompañado de Milú. Sus canas habían desaparecido y las arrugas alisado. Caminó hacia el malecón, donde rompía el mar con fuerza. Miró a Milú y le dijo “vamos, Milú, nos esperan”. Subió antes que su perro. Las olas rompían con intensidad creciente. Una última y definitiva ola se lo llevó.

Abajo Milú olisqueaba una bolsa de basura. En ella, el tesoro. Una lata de cangrejo de las pinzas de oro. Y Milú volvió a meter el hocico en una lata, justo antes de desaparecer para siempre.

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