Veintiuno de febrero de 2008


La larga sombra de la luna.

Había una vez un Reino del Norte. Un reino rico y próspero en el que sus súbditos vivían un periodo de bonanza como nunca antes habían conocido sus antepasados.

Pero pronto empezaron los problemas, porque en el Reino del Sur estaban sufriendo una hambruna que diezmaba a sus habitantes. Cuando estos pidieron ayuda a su Rey, este abdicó y se fue al destierro. Como no tenían a nadie a quien pedir soluciones, muchos optaron por seguir los pasos de su rey.

Y era el Reino del Norte su preferido.

Primero, los vecinos del norte les miraron con recelo y luego con franco desprecio. Los que entraban a trabajar, conseguían siempre los peores trabajos y mal que bien, subsistían con lo que les pagaban. El Reino del Norte era lo suficientemente rico en recursos como para que todos vivieran holgadamente, pero no fue así. La desconfianza se arraigó en el corazón de los norteños y los más beligerantes contaban con el beneplácito de su monarca.

El Rey del Norte se llamaba Fluvio, como el río que partía en dos la meseta donde se encontraban ambos países, sirviendo de frontera natural, a veces infranqueable, para los habitantes de ambos reinos. Fluvio era un rey de mano blanda, a menudo guiado por los intereses de aquellos menos interesados en el interés común. Era un hombre muy dado a las inclinaciones menos nobles de la naturaleza humana.

La Reina sufría por la flaqueza de su marido. Ella era lo contrario del carácter del Rey. Era severa y poco amiga de consejeros, sobretodo de los mal aconsejados o, peor, de los que mal aconsejan. Pero la Reina, que se llamaba Helia y provenía de un país muy lejano, había sido dada por sus padres en matrimonio de conveniencia, con el fin de ligar ambos reinos con lazos de sangre y no era muy querida por sus súbditos.

En estas que el Rey, en una de sus muchas salidas nocturnas, dio con una muchacha del Reino del Sur. Su belleza hacía temblar al monarca como un junco mecido por la corriente del río y no pudo vencer a su primer impulso, violando a la muchacha con la ayuda de su guardia. La muchacha, llamada Selene, huyó a refugiarse a casa de un amigo de la infancia que, quiso el destino, perteneciese como criado a la corte. Su nombre era Geo.

Ambos sureños vivieron juntos mucho tiempo hasta el punto de enamorarse. Pero pronto se dio cuenta Selene de que estaba embarazada y no de Geo, sino del Rey Fluvio. Decidieron entonces hacer creer que el bebe era de ambos, para que les dejasen tranquilos.

La fatalidad quiso, además, que uno de los guardias que aquella fatídica noche fueron testigos y cómplices de la maldad de su rey, pasase por azar delante la casa del criado. Aquel día Geo no estaba y Selene se encontraba realizando las tareas del hogar. No sospechaba que alguien la había reconocido.

Sospechando que el embarazo acarrearía multitud de problemas a su monarca, el guardián decidió dar parte a un superior y este a otro y aquel a un tercero, ascendiendo cada vez más en la jerarquía militar, hasta dar con un general de confianza de la reina. Ante la gravedad de la situación, con un vástago bastardo de por medio, decidió tratar con tacto y con firmeza el asunto con la Reina Helia.

La reina, severa en muchas ocasiones, sufrió la tristeza de la infidelidad, pero se sobrepuso y decidió hablar con su marido. Despacharon amargamente la situación. La reina vio la debilidad moral de su marido y lo peligroso que resultaba para el reino tener a una persona así al mando de una nación poderosa. Los problemas generados con el incesante éxodo de sureños hacia el norte requerían de medidas firmes y concretas que permitieran la prosperidad de todos los ciudadanos del reino del Norte y la creciente incorporación de los sureños. Su marido no valía para ese menester. Era un pobre imbécil que daría alas a los detractores de los sureños y que llevaría al absolutismo al reino, con todos los problemas que ello implicaba.

Por esa razón, pidió a su general de confianza que interviniera de inmediato y se protegiese con todos los medios posibles a la madre del futuro bastardo. En ese momento, la reina fraguó un plan. Ella estaba denostada por reina extranjera. Sólo valía a los ojos del pueblo como consorte real. Tenía que poner en el trono a alguien que aglutinara los valores y los ideales del reino tal y como este se estaba desarrollando. El matrimonio real no había engendrado descendencia y la línea sucesoria llevaba a un primo segundo del monarca, más débil aún, si cabe, que su marido. Además, era conocido su despotismo a la hora de tratar los asuntos de la comarca que regentaba, tal vez para compensar su flaqueza de ánimo.

El general partió rumbo al poblado donde residía la pareja de sureños y acogerlos en un refugio.

En estas que el rey, avisado por sus espías, descubrió el plan de la reina. Inmediatamente llamó a un consejero y le ordenó matar a la muchacha. La instrucción pasó de estamento a estamento hasta llegar a un criado llamado Geo. Su superior le había pedido dar muerte a Selene.

Geo demostró una debilidad tremenda en ese momento. Sabía que el monarca le premiaría en gran cuantía si cumplía con su misión. El quería a Selene, pero más aún ser integrado en el ejército como uno más y no como un simple sureño de baja gradación. ¿Qué hacer en este momento? Podía ayudar a su mujer a salir adelante, a huir o dejar que otro la matase. No, no podía dejar que otro la matase. Por un lado acabaría con la vida de Selene inútilmente y por otro él no alcanzaría el reconocimiento. No, si tenía que morir, que fuese él el que lo hacía. Además, el niño o la niña no era suyo. ¿Qué tenía que importarle acabar con los dos, si luego su vida iba a ser mejor?

Decidido por fin a matar a su mujer, la llevó a un lugar lejano de la aldea, a un bosque frondoso donde nunca nadie podría verle actuar ni mucho menos acusarle de nada. Además, llevaría el cuerpo a las dependencias reales, para que comprobasen que había sido él el que la había dado muerte y el que merecía el premio.

Llevó a Selene en un carromato que luego usaría para llevar su cadáver a palacio. Cuando ya no pudo avanzar más, obligó a la muchacha a bajar y seguir camino andando. Selene no entendía la razón del viaje, pero pronto sintió que estaba en peligro y empezó a suplicar al que hasta hacía breves instantes era su amante.

Geo no pudo hincar la espada en el pecho de la muchacha y aterrado por la capacidad de crueldad que había demostrado, obligó a Selene a huir. Selene estaba pávida, pero fue lo suficientemente resuelta como para salir corriendo lo más rápido que pudo, dado su estado.

Durante semanas estuvo escondida en el bosque, alimentándose de lo que pudo encontrar hasta que su cuerpo no aguantó y cayó enferma. Fue entonces cuando bajó a una cabaña que se encontraba en los lindes del bosque y pidió auxilio y cuartel. La puerta la abrió una mujer muy mayor.

Selene vivió en la cabaña durante un mes. En ese mismo tiempo, los agentes tanto del rey como de la reina recorrieron todas las localidades del reino y alguna del reino del sur para dar con la muchacha. Pero ni mirando debajo de las piedras dieron con ella. La guardia bajó y dejó de ser prioridad.

En estas que Geo, muy arrepentido de su intento de homicidio, decidió ir a buscar a Selene en el bosque. Llevaría a la joven a la reina para que esta la protegiese. Se adentró en el bosque y tras días de infructuosa búsqueda dio con la cabaña.

Se encontró de nuevo con Selene y resolvieron las reticencias. Estaba decidido, irían a palacio, pero de manera muy distinta a como había pensado Geo hacía unos meses.

Selene estaba a punto de dar a luz cuando la reina Helia la conoció. Se apiadó de ella y permitió que diera a luz en unas dependencias seguras, situadas en la segunda ciudad más importante del reino.

El parto fue complicado por la debilidad de la madre, pero ambos, el niño y Selene, salieron bien del lance. La reina habló con seriedad con Selene y le explicó el plan que tenía. Lo más doloroso sería hacer ver al pueblo que el niño era legítimo, por lo que Selene tenía que ceder a su hijo y dárselo a Helia. De esta manera sería el heredero de la corona.

Selene lloró amargamente, pero sabía que no podía hacer nada. Ella era una pobre lacaya y no tenía voz en las decisiones de los gobernantes. Aunque fuese la mayor injusticia del mundo, decidió dar a su hijo a la reina, pero pidió a cambio estar en el séquito que iba a cuidar del niño. La reina se lo concedió, pero como los monarcas no saben guardar su palabra, pronto la apartó del lado del infante. Selene entristeció y se fue del reino del Norte

El rey sospechaba que el niño era su bastardo, pero la reina había sido muy inteligente y había dado la noticia del nacimiento de su hijo a todo el pueblo. El reino del Norte festejaba la idea de tener un heredero, sobre todo los habitantes de la pobre comarca que gobernaba el primo del rey y anteriormente heredero a la corona.

Nada pudieron hacer el monarca y la vieja guardia que representaba. El reino casi en pleno aclamaba al niño como su príncipe. El rey enfermó en uno de sus muchos desmanes y al poco tiempo murió.

Helia quedó como reina regente hasta la mayoría de edad del muchacho, momento en el que asumió la corona y se dispuso a gobernar. Su primera medida fue acercar a los reinos del norte y del sur. La noticia de que podía ser un bastardo mestizo de norteño y sureño había cundido como la pólvora y los sureños le adoraban.

Pero este no es un cuento de hadas. El nuevo rey demostró ser muy inestable. Las decisiones que tomaba produjeron en muchas ocasiones más problemas de los que antes había.

La reina no lo entendía y una noche, cuando entró en una dependencia de palacio, descubrió al joven monarca llorando desconsoladamente.
— ¿Qué te pasa, mi niño rey? —le preguntó.
— Madrastra, no soy buen monarca — le respondió. —Sólo soy la imagen de la luna reflejada en un río que corre.

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