Pretérito imperfecto.
“Mañana volveré a la maldita oficina”.
Desde la ventana sólo se veía el tenue arco iris añil de las farolas. La noche estaba ya muy avanzada, pero los problemas del día no le dejaban calmarse lo suficiente como para abandonarlos en la pila de papeles que se le acumulaba en la mesa del despacho.
- Manuel, ¿vienes a la cama? Ya es tarde y tienes que madrugar mucho. ¿Sabes? Tengo la sensación de que tu trabajo puede contigo.
- Ya iré, Sonia, ya iré. Verás cómo la mala racha acabará pronto.
- Eso espero. Hay veces en las que me pregunto si no es remordimiento lo que te impide dormir.
- ¿Remordimiento?
- Sí y lo sabes muy bien. Te hablo de eso constantemente. Piensas en tus padres y te sientes culpable de no haber hecho nada por saber de ellos.
- Sabría de ellos si no…
- Si te molestases en llamar, en buscarles. Con eso bastaría. Ya sé que es muy difícil olvidar el pasado. Pero ya es hora de enterrar las rencillas. Son cosas que ya no existen. Acuéstate, por favor.
Felisa visitaba a su amiga Tomasa todos los días por la tarde. Era lo único que le ataba al mundo, porque su contacto con la realidad se limitaba a bajar al mercado cada dos días y a la compra del pan en la panadería que se encontraba a la vuelta de la esquina. Esa tarde subía las escaleras con más desgana que de costumbre. ¿Por qué no habrían puesto ascensor en aquella comunidad? Subir al cuarto, con mis años es un autentico suplicio.
- Hola Felisa, ¿Cómo se encuentra hoy?
- Ayer, me dolió mucho la pierna. La ciática creía yo. Pero debió ser un golpe del que no me di cuenta. Los años, Señora Tomasa, los años.
- Si se encuentra como una rosa, mujer. Ya quisiera a sus años encontrarme así.
- No, Señora Tomasa, que encontrarse sola es peor que estar muerta. Fíjese, como le he dicho siempre. Si mi marido no se hubiese muerto. Lo peor es que mi Manolín se fue y nunca más ha vuelto. No llamó ni se preocupó de nosotros después de que nos abandonó.
- Manolín no quería quedarse como zapatero toda la vida y usted lo sabe. Que la juventud tiene su propio camino y no debe ser una sombra de sus padres.
- Sí, eso ya lo sabía, pero eso no le libraba de cumplir con nosotros. Toda la vida trabajamos mi marido y yo para sacarle adelante y así nos lo pagó.
- Felisa, entierre el pasado y afronte que igual se equivocaron todos, que son muy tozudos y así lo único que ganan es estar solos, el uno sin el otro. Hágame caso.
- No hubiera pasado de no ser por su culpa. En fin, Señora Tomasa, que me voy a casa a escuchar un poco la radio.
Manuel aborda su jornada laboral. Los vagabundos le recuerdan día a día la soledad a la que se enfrenta esta jaula que es la ciudad. La Consejería de Asuntos Sociales trata todo tipo de problemas que el hombre de a pie desconoce.
- ¡Vamos, hombre, que te quedas dormido!
- Dormiré más el día que no me montes tanto follón, Antonio.
- Hoy no estamos para ñoñerías, Manuel. Hay un pitote de mucho cuidado. Habla con este grupo de gente sin hogar. Parece que una mujer ha fallecido en su caja de cartón y tenemos que descubrir su identidad sin ningún papel.
La conversación de la noche pasada le arrolló como un vagón de metro. Sonia tiene razón. Un día su madre podría ser como la vagabunda en el tanatorio. Su madre podría estar muerta y él ni lo sabría. Una sensación de agobio le impidió seguir tomando el café.
Cuando Felisa torcía la esquina, sintió un fuerte golpe. Un tirón del brazo que llevaba el bolso la hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas en la acera. Un hombre salía corriendo en dirección contraria.
Inmediatamente se dio cuenta de lo que había pasado. Le habían robado el bolso. A la rabia de haberse sentido mancillada se le sumó una amargura insoportable. La consternación se apodera de ella al pensar que en el bolso estaba la única foto que conservaba de su familia.
Era una típica foto de estudio donde se la veía a ella, a Manolo y a Manolín cuando apenas era un adolescente. Se acordaba de ella porque la había visto muchas veces, pero hacía tiempo que no se había molestado en revisarla.
Tratando de recordar en qué apartado de la cartera la había guardado una realidad se cernió sobre ella. No recordaba el rostro de su marido. Tanto había confiado en su memoria, que ahora sin el apoyo de un papel fotográfico, iba a ser posible traer a la cabeza el rostro de aquella persona con la que compartió tantos años. Su tristeza era enorme, pero la sensación de derrota era total.
Manuel volvía a casa sin haber conseguido saber quién era la mujer que falleció el otro día. Aún siendo el tema del día, no podía pensar en otra cosa que en sus padres.
Nunca quiso ser zapatero. Si hubiera seguido con sus padres, su futuro hubiera sido el pasado de su familia. Siempre dedicado a arreglar los pasos torcidos de los demás. Poner unas tapas suponía poner una losa a las andadas del dueño del calzado. Para él eso no era vida. Siempre quiso ir a la ciudad y hacer carrera allí. Así que, cuando su padre le puso un ultimátum para que se hiciera cargo de la tienda, el cogió sus cosas y huyó sin avisar a nadie de a dónde iría a parar. De aquella decisión no se arrepiente, porque luego vino la carrera, el trabajo y Sonia. Pero esa victoria amarga no deja de ser una triste marca que él sabía que había llegado demasiado lejos.
- ¡Ay, hija, que desgracia!
- Felisa, no se inquiete. ¿Ha puesto ya la denuncia?
- La hubiera puesto si sirviera para algo, pero poco había de valor en el bolso y no me mereció la pena hacerlo. Solo lamenté la pérdida de la foto.
- Ya sé lo de la foto y es normal que con los años uno se olvide del rostro de la gente, incluso de su difunto marido, que en paz descanse. Ahora no le queda más remedio que hacer lo que le dije. Para buscar a Manolín, existen muchos medios, incluso Internet.
- Eso para mí, Señora Tomasa, como si lo hubiera escrito un folletista de novela de a duro.
Felisa se derrumbó. No podía soportar la sensación de soledad, de derrota a la que la vida le había conducido. Vivir en el pasado no le había llenado con los deleites pretéritos, que hacía tanto tiempo se habían quedado rancios como el humo del tabaco de ayer. Aunque da por echo que su situación no tiene solución, tampoco sabe cómo tomar la iniciativa y buscar a su hijo.
Varios días habían pasado y habían dado con la identidad de la anciana. Hoy otro asunto ocupaba la atención de Manuel. Un ladrón de poca monta que respondía al mote del Nebrijano había sido detenido por la policía y ésta había pedido a asuntos sociales que hiciese un informe previo para el juzgado que le iba a inculpar. Habló un rato con este hombre de escasa cultura y rudos modales que no entendía la mitad de las cosas que estaban haciendo con él.
En un rincón de la mesa del comisario Martínez se encontraba el botín que la policía le había requisado. Un par de carteras y una docena de bolsos estaban sobre la mesa, ya catalogados y lo suficientemente inculpatorios para que El Nebrijano pasase unos meses en prisión.
La vista, como por casualidad, se fue a una cartera donde se veía una foto marcada por el desgaste de ir sin proteger. Rápidamente la reconoció.
- ¿Dónde podría encontrar a la propietaria de esta cartera?
- La vieja esa casi se me escacha entre las manos. Fue en el barrio de Calabaceras. Pobre vieja. Pero es que uno tiene que vivir, ¿sabe usté? Que uno es pobre pero honrao.
Manuel sale del despacho pálido. Coge el teléfono y marca un número.
- ¿Sónia? Buscaré a mi madre.
Felisa camina por la calle como si no la transitara. No había más que hacer en la vida que salir a comprar, ya sin cartera ni bolso, con el dinero en un bolsillo. Tomasa tenía razón, pero ¿qué podía hacer ella? Un hombre se le acercó.
- ¿Madre?
Y Felisa se dio la vuelta.
“Mañana volveré a la maldita oficina”.
Desde la ventana sólo se veía el tenue arco iris añil de las farolas. La noche estaba ya muy avanzada, pero los problemas del día no le dejaban calmarse lo suficiente como para abandonarlos en la pila de papeles que se le acumulaba en la mesa del despacho.
- Manuel, ¿vienes a la cama? Ya es tarde y tienes que madrugar mucho. ¿Sabes? Tengo la sensación de que tu trabajo puede contigo.
- Ya iré, Sonia, ya iré. Verás cómo la mala racha acabará pronto.
- Eso espero. Hay veces en las que me pregunto si no es remordimiento lo que te impide dormir.
- ¿Remordimiento?
- Sí y lo sabes muy bien. Te hablo de eso constantemente. Piensas en tus padres y te sientes culpable de no haber hecho nada por saber de ellos.
- Sabría de ellos si no…
- Si te molestases en llamar, en buscarles. Con eso bastaría. Ya sé que es muy difícil olvidar el pasado. Pero ya es hora de enterrar las rencillas. Son cosas que ya no existen. Acuéstate, por favor.
Felisa visitaba a su amiga Tomasa todos los días por la tarde. Era lo único que le ataba al mundo, porque su contacto con la realidad se limitaba a bajar al mercado cada dos días y a la compra del pan en la panadería que se encontraba a la vuelta de la esquina. Esa tarde subía las escaleras con más desgana que de costumbre. ¿Por qué no habrían puesto ascensor en aquella comunidad? Subir al cuarto, con mis años es un autentico suplicio.
- Hola Felisa, ¿Cómo se encuentra hoy?
- Ayer, me dolió mucho la pierna. La ciática creía yo. Pero debió ser un golpe del que no me di cuenta. Los años, Señora Tomasa, los años.
- Si se encuentra como una rosa, mujer. Ya quisiera a sus años encontrarme así.
- No, Señora Tomasa, que encontrarse sola es peor que estar muerta. Fíjese, como le he dicho siempre. Si mi marido no se hubiese muerto. Lo peor es que mi Manolín se fue y nunca más ha vuelto. No llamó ni se preocupó de nosotros después de que nos abandonó.
- Manolín no quería quedarse como zapatero toda la vida y usted lo sabe. Que la juventud tiene su propio camino y no debe ser una sombra de sus padres.
- Sí, eso ya lo sabía, pero eso no le libraba de cumplir con nosotros. Toda la vida trabajamos mi marido y yo para sacarle adelante y así nos lo pagó.
- Felisa, entierre el pasado y afronte que igual se equivocaron todos, que son muy tozudos y así lo único que ganan es estar solos, el uno sin el otro. Hágame caso.
- No hubiera pasado de no ser por su culpa. En fin, Señora Tomasa, que me voy a casa a escuchar un poco la radio.
Manuel aborda su jornada laboral. Los vagabundos le recuerdan día a día la soledad a la que se enfrenta esta jaula que es la ciudad. La Consejería de Asuntos Sociales trata todo tipo de problemas que el hombre de a pie desconoce.
- ¡Vamos, hombre, que te quedas dormido!
- Dormiré más el día que no me montes tanto follón, Antonio.
- Hoy no estamos para ñoñerías, Manuel. Hay un pitote de mucho cuidado. Habla con este grupo de gente sin hogar. Parece que una mujer ha fallecido en su caja de cartón y tenemos que descubrir su identidad sin ningún papel.
La conversación de la noche pasada le arrolló como un vagón de metro. Sonia tiene razón. Un día su madre podría ser como la vagabunda en el tanatorio. Su madre podría estar muerta y él ni lo sabría. Una sensación de agobio le impidió seguir tomando el café.
Cuando Felisa torcía la esquina, sintió un fuerte golpe. Un tirón del brazo que llevaba el bolso la hizo perder el equilibrio y cayó de espaldas en la acera. Un hombre salía corriendo en dirección contraria.
Inmediatamente se dio cuenta de lo que había pasado. Le habían robado el bolso. A la rabia de haberse sentido mancillada se le sumó una amargura insoportable. La consternación se apodera de ella al pensar que en el bolso estaba la única foto que conservaba de su familia.
Era una típica foto de estudio donde se la veía a ella, a Manolo y a Manolín cuando apenas era un adolescente. Se acordaba de ella porque la había visto muchas veces, pero hacía tiempo que no se había molestado en revisarla.
Tratando de recordar en qué apartado de la cartera la había guardado una realidad se cernió sobre ella. No recordaba el rostro de su marido. Tanto había confiado en su memoria, que ahora sin el apoyo de un papel fotográfico, iba a ser posible traer a la cabeza el rostro de aquella persona con la que compartió tantos años. Su tristeza era enorme, pero la sensación de derrota era total.
Manuel volvía a casa sin haber conseguido saber quién era la mujer que falleció el otro día. Aún siendo el tema del día, no podía pensar en otra cosa que en sus padres.
Nunca quiso ser zapatero. Si hubiera seguido con sus padres, su futuro hubiera sido el pasado de su familia. Siempre dedicado a arreglar los pasos torcidos de los demás. Poner unas tapas suponía poner una losa a las andadas del dueño del calzado. Para él eso no era vida. Siempre quiso ir a la ciudad y hacer carrera allí. Así que, cuando su padre le puso un ultimátum para que se hiciera cargo de la tienda, el cogió sus cosas y huyó sin avisar a nadie de a dónde iría a parar. De aquella decisión no se arrepiente, porque luego vino la carrera, el trabajo y Sonia. Pero esa victoria amarga no deja de ser una triste marca que él sabía que había llegado demasiado lejos.
- ¡Ay, hija, que desgracia!
- Felisa, no se inquiete. ¿Ha puesto ya la denuncia?
- La hubiera puesto si sirviera para algo, pero poco había de valor en el bolso y no me mereció la pena hacerlo. Solo lamenté la pérdida de la foto.
- Ya sé lo de la foto y es normal que con los años uno se olvide del rostro de la gente, incluso de su difunto marido, que en paz descanse. Ahora no le queda más remedio que hacer lo que le dije. Para buscar a Manolín, existen muchos medios, incluso Internet.
- Eso para mí, Señora Tomasa, como si lo hubiera escrito un folletista de novela de a duro.
Felisa se derrumbó. No podía soportar la sensación de soledad, de derrota a la que la vida le había conducido. Vivir en el pasado no le había llenado con los deleites pretéritos, que hacía tanto tiempo se habían quedado rancios como el humo del tabaco de ayer. Aunque da por echo que su situación no tiene solución, tampoco sabe cómo tomar la iniciativa y buscar a su hijo.
Varios días habían pasado y habían dado con la identidad de la anciana. Hoy otro asunto ocupaba la atención de Manuel. Un ladrón de poca monta que respondía al mote del Nebrijano había sido detenido por la policía y ésta había pedido a asuntos sociales que hiciese un informe previo para el juzgado que le iba a inculpar. Habló un rato con este hombre de escasa cultura y rudos modales que no entendía la mitad de las cosas que estaban haciendo con él.
En un rincón de la mesa del comisario Martínez se encontraba el botín que la policía le había requisado. Un par de carteras y una docena de bolsos estaban sobre la mesa, ya catalogados y lo suficientemente inculpatorios para que El Nebrijano pasase unos meses en prisión.
La vista, como por casualidad, se fue a una cartera donde se veía una foto marcada por el desgaste de ir sin proteger. Rápidamente la reconoció.
- ¿Dónde podría encontrar a la propietaria de esta cartera?
- La vieja esa casi se me escacha entre las manos. Fue en el barrio de Calabaceras. Pobre vieja. Pero es que uno tiene que vivir, ¿sabe usté? Que uno es pobre pero honrao.
Manuel sale del despacho pálido. Coge el teléfono y marca un número.
- ¿Sónia? Buscaré a mi madre.
Felisa camina por la calle como si no la transitara. No había más que hacer en la vida que salir a comprar, ya sin cartera ni bolso, con el dinero en un bolsillo. Tomasa tenía razón, pero ¿qué podía hacer ella? Un hombre se le acercó.
- ¿Madre?
Y Felisa se dio la vuelta.
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