Caronte y Perséfona.
― Bienvenidos al Tour por los Campos Elíseos. Viajes Tánatos les agradece la confianza que nos depositan y espera disfruten del viaje. En pocas horas nos encontraremos en el Jardín de las Hespérides. Allí, nos reuniremos con el guía que nos llevará por los lugares más pintorescos y señalados del lugar. Muchas gracias por su atención.
Escucho al volante la misma cantinela que mil veces recita la sirena al viajero, la azafata al turista, y mil veces me llena de desconsuelo la anodina respuesta de su público en los asientos del autobús.
― Qué rudos son tus brazos, Caronte, que aferran el destino del autobús.
― Pues duros son, Perséfona, como los asientos de cuero de primera. También así el corazón de aquel que lo conduce, pero más bien de tela de segunda parece ser el alma de aquellos a los que llevo.
― ¿Te refieres a los mortales que nos acompañan? Ya sabes que cada día se pierde su vigor a favor del bienestar. ¿Te has fijado en esa jovencita de la tercera fila?
― Psique, creo. Está muy desmejorada. Yo creo que Eros estaba fuera de sus cabales cuando se enamoró de ella. En el momento en el que le volvió la razón, la abandonó.
― Te equivocas, Caronte. Lo que pasó es que le desfiguró el rostro. Un poco, pero lo suficiente para que un puñetero dios despierte de sus ensoñaciones. Ya sabes, primero yo, después yo y por último pues…
― ¡Oye! Y esa chica del fondo, la que está tan triste. ¿Quién es?
― ¡Esa! ¡Esa es Eurídice!
― Pues no sé quién es.
― ¡Anda, que te conozco, picarón! Mira, hacemos una parada para ver la confluencia de los cinco ríos del Averno.
― Yo espero en el autobús.
Mientras aguardo a que retomemos el viaje, mi cabeza no para de cavilar. Nadie les ha dicho a los pasajeros que el Infierno es un vagón de tren en el que nos montamos al morir y del que no podemos bajar, pare en cuantas estaciones haga escala.
― Perdone señor, ¿Queda mucho para ver los Campos Elíseos? Es que mi mujer me espera allí y…
― ¿Y quién le dice que está en los Campos Elíseos? Podría estar en el último de los anillos concéntricos del Infierno. Hay un cincuenta por ciento de posibilidades.
― No me joda, caballero. Que mi señora esposa era casta y pura. Si no está en el Paraíso, ¿por qué demonios he pasado yo tantas penurias en el matrimonio? ¡Que seguro que pocos monjes han tenido menos sexo que yo, hostias!
― Bueno, no se ponga así, señor, que llegaremos pronto. Esta paradita y después, derechos a ver a Cervero. (Joder, cómo se ponen algunos).
Persefona conduce a los viajeros que han querido bajar del autobús de nuevo a sus asientos. Ella entra más tarde. Respira hondo y sube la escalerilla. Está verdaderamente aburrida de su trabajo. Repite la cantinela, con tonillo de coro griego.
― Volvemos otra vez a la ruta. En breves instantes llegaremos al primer círculo del Averno. Muchas gracias por su atención. Espero que sigan disfrutando del viaje.
― Bueno, ¡ya está! ¡No te quejes que hemos estado poco tiempo parados!
― ¡Que sí, mujer, que sí! Si yo lo que digo es que da igual. Al final todos quieren llegar a su destino, aunque este sea el más absoluto de los olvidos. ¿Para qué perder el tiempo con sutilezas, si lo que quieren el espectáculo final? “¿Has estado en los Campos Elíseos?”, les preguntarán y ellos contestarán: “¿me tomas por un provinciano inculto? ¡Pues claro que sí!”
― ¡La leche, que quisquilloso que eres!
― Si cualquiera de los viajeros a los que transporto tuviese que hacer lo que yo hago todos los días se hubiesen vuelto locos.
― Pues, la verdad es que siempre te quejas de los viajeros, pero nunca hasta hoy te había oído quejarte de tu trabajo.
― Y no me quejo. Para Hades, este trabajo mío es de lo más monótono, pero para mí todo es distinto cada día. Todo menos los pasajeros, que tendrán distintos nombre y distintos rostros, pero yo creo que son iguales.
― Mira, Perséfona, yo me siento igual que un miembro de una trouppe de circo, de esos que montan su carpa en cualquier ciudad, representan sus funciones y abandonan la localidad para dirigirse a un nuevo núcleo urbano. Para ellos, como para mí, lo único que es estable es su circo, mi autobús, y todo lo demás es lo mutable, lo cambiante.
― Perdone, conductor. ¿Podría parar un momento? Es que me mareo. Me disculpará usted, pero es algo que me pasa desde pequeñito. Es montarme en un bús y sentirme mal. Todo en uno.
― Ahora no puedo parar. Coja una bolsa y vomite, vomite.
― ¡De nada! (Será capullo el mamón).
― Bueno. Como te decía, Perséfona. Mi cabina siempre es la misma, mientras que lo que se ve desde las ventanillas cambia día tras día. Incluso mis invitados, como suele decir Hades, mis pasajeros, más bien, son distintos cada poco tiempo. Pero ninguno dejó ni dejará huella indeleble, más allá de una mancha o un desperfecto que rápidamente se aprestarán a arreglar en la central de esta agencia de viajes.
― ¡Eres cojonudo! Poco menos que mandas a hacer puñetas a un pasajero y a continuación te dedicas a filosofías de baja intensidad.
― ¡Perdona, yo no hago filosofía! Eso déjaselo a los vaguetes de arriba. Yo digo lo que pienso, y si suena bien, pues ¡Ahí queda eso!
El camino que sigue la carretera a los Campos Elíseos está flanqueada por álamos blancos y pequeños arbustos de menta dando un aspecto idílico a estos lares que mis pasajeros intuían sombríos, pero que se encuentran bañados por una radiante luz otoñal.
― La verdad es que no me extraña nada que seas tan solitario y algunas veces tan huraño, ¡Si es que sólo bajas del autobús para estirar las piernas, para alimentarme en los restaurantes de carretera y para dormir en los moteles en los que hacemos alto por la noche!
― Pero, date cuenta, incluso esos lugares, tan dispersos en los viajes que realizamos, son inmutables. ¡Joder, no me pongas esa cara! ¡Parece que nunca hubieras oído a nadie que hable bien, coño! Te lo digo en serio. A lo que iba. Todos esos lugares son el mismo sitio, con las mismas gentes, imitados al infinito y repetidos en variaciones casi imperceptibles para un hombre que como yo, sin haberlo decidido, se ve impelido (sí es una palabra) a presenciar el mundo como una marea que va y viene, pero que no deja de ser un mismo mar.
― Joder, que poético te vuelves cuando te da la bis cómica, majo. Si ya se que no eres huraño, que es una manera de afrontar este trabajo como otra cualquiera. ¡Está bien, no te digo nada! ¡Cómo te pones por una nadería!
― Perséfona, estaba pensando. Tú sabes que nuestra misión es facilitar el cruce del río Aqueronte, nada más. De una orilla a otra, este humilde conductor de autobús lleva a sus pasajeros al destino final. Eso sí, por unas cuantas monedas, que ni aquí deja de valer la plata. ¡Se deben estar forrando en Administración! ¿No crees?
― ¡Hombre, no te digo! Aquí no se regala nada. Cada óbolo, debidamente depositado en la cuenta de la agencia, da derecho a estos trotamundos de tres al cuarto a presenciar las obras magníficas de la actividad humana. Porque en esta vida se muere todo, hasta la humanidad.
― ¡Ahora te pones tú filosófica! En fin. Y lo gracioso es que todo esto se hace antes de olvidarlo para siempre, carcomidos por sus más bajos afectos, lamentos y penas. Aquí y en la Tierra, como no podía ser de otra manera, todo son ruinas.
― Ya, es que hace tiempo que no salgo de lo que se ha vuelto mi eterna morada. ¿Para qué? Te acuerdas del revuelo que montó mi marido con mi madre y el ajetreo que me hicieron sufrir. De aquí para allá. De aquí para allá. Al final para nada. Mi marido me ha puesto los cuernos tantas veces que parece un ciervo y mi madre pasa de mí. Tantas promesas y aquí me tienes, de azafata de autobús. ¡Malditos sean!
― Venga, dejémoslo ya, que nos estamos metiendo en camisa de once varas. Lo siento, chica. ¿Qué quieres que te diga? ¡Los dos estamos jodidos y bien jodidos! Luego se quejarán los viajeros, pero es que no hay derecho. ¡No, señor! ¡No hay derecho!
Pasamos un rato en silencio. Entre mis pasajeros llevo a personas ilustres muy a menudo. Esta vez, transporto a Eurídice. Mi Eurídice, sí. Solo me ha bastado un instante para quedarme prendado de ella. Hago como que no la miro, pero hay que esforzarse para no mirar. Y es que tengo miedo de que se convierta en Estatua de Sal (¿o es que eso es de otra historia? Bueno, da igual). La verdad es que me da más miedo si se diese cuenta de que la observo. ¡Maldita sea mi estampa! En todos los sitios me pintan como a un viejo refunfuñón y tonto, incluso como un esqueleto con una capa muy chula. Pero es que yo sólo soy un conductor de autobús, incluso algo jovencito. ¡Ay, mi Eurídice! Lo peor es que en nada se baja y ya no la volveré a ver.
― Esa chica del fondo es muy bonita, ¿no crees?
― ¿Quién, Eurídice? Es mona. A mí me parece más guapa Psique, pero sobre gustos…
― La verdad es que tiene un amante tonto. Aquí la traemos otra vez porque el muy memo no pudo aguantar la presión de no volver a verla. Para mí que perdió su oportunidad por cotilla. De esos esta lleno el panteón del Olimpo. De esos y de engreídos.
― Pues sí. La verdad es que son unos petardos.
Sin ningún Orfeo a la vista, mi corazón rejuvenece y se siente triste por no ser nada para mi musa. Mi volante es un timón de un barco que zozobra. La estabilidad de la calma se vuelve deriva en la tormenta. Y mi confusión es una tormenta que hace peligrar la estabilidad de mi vehículo.
― Oiga, ¿falta mucho? Es que el niño se me está cansando. Pobrecito. Es muy largo el trayecto verdad.
― Ya falta poco. Señora siéntese que no quiero que se me caiga.
― Y qué más da. Si estamos muertos, ¿qué más nos puede pasar?
― Pues es verdad, pero son las ordenanzas. A mí lo que me manden, que yo soy sólo un empleado.
La mujer retorna a su asiento.
― Es una familia entera. Viajaban en un barco cuando se hundió en el Egeo. Una verdadera desgracia, ¿sabes? ¡Pobrecillos! Se me pone la piel de gallina cuando veo que una criaturita viene por estos parajes. Es una pena.
Los asientos de los viajeros se me antojan demasiado cercanos para no sofocarme. Sudo en este atardecer otoñal, pero no por calor ni por el esfuerzo. Sufro por sentir que estoy de más en esta fábula dictada por dioses inflexibles. ¿A quién le importa el amor de un empleado? Lo único que todos queremos oír es cuentos de príncipes que se enamoran de princesas o de héroes que rescatan a bellas damas. ¡Qué pardillos! Ni que nosotros fuésemos ni una cosa ni la otra. Somos pobrecillos que bastante tenemos con sobrevivir.
― ¿Sabes lo que pienso, Perséfona? Que Orfeo volverá a por su amante y la perderá otra vez por su impaciencia, una y mil veces. ― Pues yo creo que no. Que ya ha tenido bastante. Mira en eso puedo decir que Hades ha sido justo y clemente.
― Eso dicen, sí.
― Pues sí, porque será un cabrón, pero sabe que los difuntos, sus súbditos deben ser gobernados como él dice, como una hoguera. Ni demasiado cerca para no calentarse en demasía, ni demasiado lejos, para no dejar de sentir su calor.
Heme aquí, amable lector, en esta triste circunstancia. Aquí acabo mi relato, llevando a la dama de mis anhelos a un destino cerrado, invariable e inmutable. Ha sido pronosticada como víctima de los demás y así se queda. Una víctima como Perséfona y como yo. Un simple personaje para el lucimiento de Hades y, sobretodo, en su caso, de Orfeo. Orfeo, ese ególatra que sólo entiende de su propia belleza y del poder de su canto. Aquel para el que la búsqueda de la felicidad perdida y nuevamente recobrada se convierte en un simple concurso de los mejores aedos y rapsodas. Si tan siquiera los poetas hubieran decidido dar una oportunidad a este pobre servidor, un simple conductor de autobús, la fábula tendría otro color, otro final. Porque yo no hubiera mirado atrás. Yo tengo un espejo retrovisor.
― Bienvenidos al Tour por los Campos Elíseos. Viajes Tánatos les agradece la confianza que nos depositan y espera disfruten del viaje. En pocas horas nos encontraremos en el Jardín de las Hespérides. Allí, nos reuniremos con el guía que nos llevará por los lugares más pintorescos y señalados del lugar. Muchas gracias por su atención.
Escucho al volante la misma cantinela que mil veces recita la sirena al viajero, la azafata al turista, y mil veces me llena de desconsuelo la anodina respuesta de su público en los asientos del autobús.
― Qué rudos son tus brazos, Caronte, que aferran el destino del autobús.
― Pues duros son, Perséfona, como los asientos de cuero de primera. También así el corazón de aquel que lo conduce, pero más bien de tela de segunda parece ser el alma de aquellos a los que llevo.
― ¿Te refieres a los mortales que nos acompañan? Ya sabes que cada día se pierde su vigor a favor del bienestar. ¿Te has fijado en esa jovencita de la tercera fila?
― Psique, creo. Está muy desmejorada. Yo creo que Eros estaba fuera de sus cabales cuando se enamoró de ella. En el momento en el que le volvió la razón, la abandonó.
― Te equivocas, Caronte. Lo que pasó es que le desfiguró el rostro. Un poco, pero lo suficiente para que un puñetero dios despierte de sus ensoñaciones. Ya sabes, primero yo, después yo y por último pues…
― ¡Oye! Y esa chica del fondo, la que está tan triste. ¿Quién es?
― ¡Esa! ¡Esa es Eurídice!
― Pues no sé quién es.
― ¡Anda, que te conozco, picarón! Mira, hacemos una parada para ver la confluencia de los cinco ríos del Averno.
― Yo espero en el autobús.
Mientras aguardo a que retomemos el viaje, mi cabeza no para de cavilar. Nadie les ha dicho a los pasajeros que el Infierno es un vagón de tren en el que nos montamos al morir y del que no podemos bajar, pare en cuantas estaciones haga escala.
― Perdone señor, ¿Queda mucho para ver los Campos Elíseos? Es que mi mujer me espera allí y…
― ¿Y quién le dice que está en los Campos Elíseos? Podría estar en el último de los anillos concéntricos del Infierno. Hay un cincuenta por ciento de posibilidades.
― No me joda, caballero. Que mi señora esposa era casta y pura. Si no está en el Paraíso, ¿por qué demonios he pasado yo tantas penurias en el matrimonio? ¡Que seguro que pocos monjes han tenido menos sexo que yo, hostias!
― Bueno, no se ponga así, señor, que llegaremos pronto. Esta paradita y después, derechos a ver a Cervero. (Joder, cómo se ponen algunos).
Persefona conduce a los viajeros que han querido bajar del autobús de nuevo a sus asientos. Ella entra más tarde. Respira hondo y sube la escalerilla. Está verdaderamente aburrida de su trabajo. Repite la cantinela, con tonillo de coro griego.
― Volvemos otra vez a la ruta. En breves instantes llegaremos al primer círculo del Averno. Muchas gracias por su atención. Espero que sigan disfrutando del viaje.
― Bueno, ¡ya está! ¡No te quejes que hemos estado poco tiempo parados!
― ¡Que sí, mujer, que sí! Si yo lo que digo es que da igual. Al final todos quieren llegar a su destino, aunque este sea el más absoluto de los olvidos. ¿Para qué perder el tiempo con sutilezas, si lo que quieren el espectáculo final? “¿Has estado en los Campos Elíseos?”, les preguntarán y ellos contestarán: “¿me tomas por un provinciano inculto? ¡Pues claro que sí!”
― ¡La leche, que quisquilloso que eres!
― Si cualquiera de los viajeros a los que transporto tuviese que hacer lo que yo hago todos los días se hubiesen vuelto locos.
― Pues, la verdad es que siempre te quejas de los viajeros, pero nunca hasta hoy te había oído quejarte de tu trabajo.
― Y no me quejo. Para Hades, este trabajo mío es de lo más monótono, pero para mí todo es distinto cada día. Todo menos los pasajeros, que tendrán distintos nombre y distintos rostros, pero yo creo que son iguales.
― Mira, Perséfona, yo me siento igual que un miembro de una trouppe de circo, de esos que montan su carpa en cualquier ciudad, representan sus funciones y abandonan la localidad para dirigirse a un nuevo núcleo urbano. Para ellos, como para mí, lo único que es estable es su circo, mi autobús, y todo lo demás es lo mutable, lo cambiante.
― Perdone, conductor. ¿Podría parar un momento? Es que me mareo. Me disculpará usted, pero es algo que me pasa desde pequeñito. Es montarme en un bús y sentirme mal. Todo en uno.
― Ahora no puedo parar. Coja una bolsa y vomite, vomite.
― ¡De nada! (Será capullo el mamón).
― Bueno. Como te decía, Perséfona. Mi cabina siempre es la misma, mientras que lo que se ve desde las ventanillas cambia día tras día. Incluso mis invitados, como suele decir Hades, mis pasajeros, más bien, son distintos cada poco tiempo. Pero ninguno dejó ni dejará huella indeleble, más allá de una mancha o un desperfecto que rápidamente se aprestarán a arreglar en la central de esta agencia de viajes.
― ¡Eres cojonudo! Poco menos que mandas a hacer puñetas a un pasajero y a continuación te dedicas a filosofías de baja intensidad.
― ¡Perdona, yo no hago filosofía! Eso déjaselo a los vaguetes de arriba. Yo digo lo que pienso, y si suena bien, pues ¡Ahí queda eso!
El camino que sigue la carretera a los Campos Elíseos está flanqueada por álamos blancos y pequeños arbustos de menta dando un aspecto idílico a estos lares que mis pasajeros intuían sombríos, pero que se encuentran bañados por una radiante luz otoñal.
― La verdad es que no me extraña nada que seas tan solitario y algunas veces tan huraño, ¡Si es que sólo bajas del autobús para estirar las piernas, para alimentarme en los restaurantes de carretera y para dormir en los moteles en los que hacemos alto por la noche!
― Pero, date cuenta, incluso esos lugares, tan dispersos en los viajes que realizamos, son inmutables. ¡Joder, no me pongas esa cara! ¡Parece que nunca hubieras oído a nadie que hable bien, coño! Te lo digo en serio. A lo que iba. Todos esos lugares son el mismo sitio, con las mismas gentes, imitados al infinito y repetidos en variaciones casi imperceptibles para un hombre que como yo, sin haberlo decidido, se ve impelido (sí es una palabra) a presenciar el mundo como una marea que va y viene, pero que no deja de ser un mismo mar.
― Joder, que poético te vuelves cuando te da la bis cómica, majo. Si ya se que no eres huraño, que es una manera de afrontar este trabajo como otra cualquiera. ¡Está bien, no te digo nada! ¡Cómo te pones por una nadería!
― Perséfona, estaba pensando. Tú sabes que nuestra misión es facilitar el cruce del río Aqueronte, nada más. De una orilla a otra, este humilde conductor de autobús lleva a sus pasajeros al destino final. Eso sí, por unas cuantas monedas, que ni aquí deja de valer la plata. ¡Se deben estar forrando en Administración! ¿No crees?
― ¡Hombre, no te digo! Aquí no se regala nada. Cada óbolo, debidamente depositado en la cuenta de la agencia, da derecho a estos trotamundos de tres al cuarto a presenciar las obras magníficas de la actividad humana. Porque en esta vida se muere todo, hasta la humanidad.
― ¡Ahora te pones tú filosófica! En fin. Y lo gracioso es que todo esto se hace antes de olvidarlo para siempre, carcomidos por sus más bajos afectos, lamentos y penas. Aquí y en la Tierra, como no podía ser de otra manera, todo son ruinas.
― Ya, es que hace tiempo que no salgo de lo que se ha vuelto mi eterna morada. ¿Para qué? Te acuerdas del revuelo que montó mi marido con mi madre y el ajetreo que me hicieron sufrir. De aquí para allá. De aquí para allá. Al final para nada. Mi marido me ha puesto los cuernos tantas veces que parece un ciervo y mi madre pasa de mí. Tantas promesas y aquí me tienes, de azafata de autobús. ¡Malditos sean!
― Venga, dejémoslo ya, que nos estamos metiendo en camisa de once varas. Lo siento, chica. ¿Qué quieres que te diga? ¡Los dos estamos jodidos y bien jodidos! Luego se quejarán los viajeros, pero es que no hay derecho. ¡No, señor! ¡No hay derecho!
Pasamos un rato en silencio. Entre mis pasajeros llevo a personas ilustres muy a menudo. Esta vez, transporto a Eurídice. Mi Eurídice, sí. Solo me ha bastado un instante para quedarme prendado de ella. Hago como que no la miro, pero hay que esforzarse para no mirar. Y es que tengo miedo de que se convierta en Estatua de Sal (¿o es que eso es de otra historia? Bueno, da igual). La verdad es que me da más miedo si se diese cuenta de que la observo. ¡Maldita sea mi estampa! En todos los sitios me pintan como a un viejo refunfuñón y tonto, incluso como un esqueleto con una capa muy chula. Pero es que yo sólo soy un conductor de autobús, incluso algo jovencito. ¡Ay, mi Eurídice! Lo peor es que en nada se baja y ya no la volveré a ver.
― Esa chica del fondo es muy bonita, ¿no crees?
― ¿Quién, Eurídice? Es mona. A mí me parece más guapa Psique, pero sobre gustos…
― La verdad es que tiene un amante tonto. Aquí la traemos otra vez porque el muy memo no pudo aguantar la presión de no volver a verla. Para mí que perdió su oportunidad por cotilla. De esos esta lleno el panteón del Olimpo. De esos y de engreídos.
― Pues sí. La verdad es que son unos petardos.
Sin ningún Orfeo a la vista, mi corazón rejuvenece y se siente triste por no ser nada para mi musa. Mi volante es un timón de un barco que zozobra. La estabilidad de la calma se vuelve deriva en la tormenta. Y mi confusión es una tormenta que hace peligrar la estabilidad de mi vehículo.
― Oiga, ¿falta mucho? Es que el niño se me está cansando. Pobrecito. Es muy largo el trayecto verdad.
― Ya falta poco. Señora siéntese que no quiero que se me caiga.
― Y qué más da. Si estamos muertos, ¿qué más nos puede pasar?
― Pues es verdad, pero son las ordenanzas. A mí lo que me manden, que yo soy sólo un empleado.
La mujer retorna a su asiento.
― Es una familia entera. Viajaban en un barco cuando se hundió en el Egeo. Una verdadera desgracia, ¿sabes? ¡Pobrecillos! Se me pone la piel de gallina cuando veo que una criaturita viene por estos parajes. Es una pena.
Los asientos de los viajeros se me antojan demasiado cercanos para no sofocarme. Sudo en este atardecer otoñal, pero no por calor ni por el esfuerzo. Sufro por sentir que estoy de más en esta fábula dictada por dioses inflexibles. ¿A quién le importa el amor de un empleado? Lo único que todos queremos oír es cuentos de príncipes que se enamoran de princesas o de héroes que rescatan a bellas damas. ¡Qué pardillos! Ni que nosotros fuésemos ni una cosa ni la otra. Somos pobrecillos que bastante tenemos con sobrevivir.
― ¿Sabes lo que pienso, Perséfona? Que Orfeo volverá a por su amante y la perderá otra vez por su impaciencia, una y mil veces. ― Pues yo creo que no. Que ya ha tenido bastante. Mira en eso puedo decir que Hades ha sido justo y clemente.
― Eso dicen, sí.
― Pues sí, porque será un cabrón, pero sabe que los difuntos, sus súbditos deben ser gobernados como él dice, como una hoguera. Ni demasiado cerca para no calentarse en demasía, ni demasiado lejos, para no dejar de sentir su calor.
Heme aquí, amable lector, en esta triste circunstancia. Aquí acabo mi relato, llevando a la dama de mis anhelos a un destino cerrado, invariable e inmutable. Ha sido pronosticada como víctima de los demás y así se queda. Una víctima como Perséfona y como yo. Un simple personaje para el lucimiento de Hades y, sobretodo, en su caso, de Orfeo. Orfeo, ese ególatra que sólo entiende de su propia belleza y del poder de su canto. Aquel para el que la búsqueda de la felicidad perdida y nuevamente recobrada se convierte en un simple concurso de los mejores aedos y rapsodas. Si tan siquiera los poetas hubieran decidido dar una oportunidad a este pobre servidor, un simple conductor de autobús, la fábula tendría otro color, otro final. Porque yo no hubiera mirado atrás. Yo tengo un espejo retrovisor.
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