Vuelo nocturno sobre la ciudadela.
Un zeppelín proyecta su sombra sobre la Plaza de Callao. La teniente Julia Mangada había tomado su parada, bajando del autogiro diecisiete, la línea Carabanchel – Plaza de España. Su impecable uniforme negro de piloto de la Sociedad de Naciones contrastaba con el Gris de la Calle. En su cartera de viaje, dos barritas energéticas de Kellog, la ración diaria. Subió a su apartamento en el cuarto piso del número tres de la Calle Valverde.
Al poco de haber entrado en casa sonó la alarma de la Radio Marconi. “Código Rojo, Código Rojo”, decía la monótona voz del locutor. “El ejercito Africano se ha levantado contra el Imperio Alemán de Weimar. Movilización total de la columna Von Ristoffel. Repetimos…”.
Julia dejo escapar un suspiro de resignación y volvió a salir de su casa. “¡Qué le vamos a hacer!”
Una hora más tarde, en la base de Cuatro Vientos, se encontraban ya todos los pilotos de los Pfalz D III, un modelo bastante anticuado, pero muy seguro al contar con sus dos ametralladoras Spandau. La neutralidad de España durante el conflicto le había costado a la nación a quedar relegado a país de segunda. Peor les había ido a los Americanos y a los Ingleses después de perder y tener que satisfacer fuertes sumas de dinero a la Sociedad de Naciones. España sólo se libró de abonar cantidad alguna por su posición estratégica, al ser la primera línea de defensa frente a los Africanos.
El continente negro se encontraba en manos de la resistencia aliada. Franceses, ingleses e italianos renegados se unían a españoles saharauis. Habían convertido a la ciudad de Casablanca en su base de operaciones.
― Compatriotas, tomen asiento, ― ordenó el Coronel Martínez en la sala de reunión. Como ustedes saben los continuos ataques del Ejército Africano están debilitando mucho las defensas que mantenemos en el Mediterráneo. El General Azaña, a bordo del Dragón Rapide, está comandando a las fuerzas rebeldes con gran acierto para ellos y numerosas bajas para nosotros. Aún así, mantenemos la compostura.
― Como ustedes saben, necesitamos un golpe de efecto, un avión derribado que debilite la moral de los pilotos africanos. El teniente Castillo ha pensado que sería un tremendo varapalo si conseguimos derribar el Lockheed de Saint Exupéry, su mejor piloto.
El nombre le trajo recuerdos a Julia. Habían sido compañeros de división en la Academia de Latécoère y seguirían siendo muy buenos amigos si no hubiesen pasado dos cosas: la primera tiene que ver con su cambio al bando enemigo y la segunda, más grave aún, que él no hubiese tratado de cortejarla. Julia nunca le consideró un igual y acabó con desdén la relación de compañerismo que habían mantenido. Luego supo que se había casado con una americana y que había huido a Marruecos con ella. Desde entonces, había liderado la campaña de su escuadrilla contra las fuerzas Imperiales del Estrecho de Gibraltar.
― Antoine, ― le había dicho Julia hacía más de diez años. Ten cuidado con esas ideas tan subversivas que te gastas. Si sigues así, tendré que denunciarte y no me gustaría hacerlo. Sabes que te tengo en alta estima y me apenaría pensar las penurias que tendrías que soportar.
En esto último mintió. Realmente le parecía un mocoso presuntuoso y elitista. Ella, que no tenía más familia que a Don Bonifacio, un padre gruñón, de clase trabajadora y sin aspiraciones, no podía soportar las ínfulas de grandeza del joven suizo.
― Bien, pilotos de la división gualdiverde, ― dijo el Coronel Martínez. Dispónganse a tomar los asientos de las carlingas y que Dios reparta suertes. Rompan filas.
Los aviones estaban acicalados, repostados y con todo el armamento dispuesto. Julia llevaba el nuevo traje de piloto que había diseñado el Doctor Eistein. Con él sería posible realizar hasta un vuelo espacial, como el que habían realizado Barbicane, Nicholl y Ardan cuando llegaron a la Luna a bordo del Columbia. Todos los mozos y personal de tierra se apresuraban en poner a punto los aviones para el inminente combate.
Tanta actividad contrastaba con el paso sosegado y las bromas que se gastaban los pilotos. La única que no estaba dispuesta a la guasa era Julia. No podía quitarse a Antoine de la cabeza.
― Julia. No es preciso que le diga lo que siento por usted. Si sólo me concediese una oportunidad…
― Ya sabe usted que no estoy dispuesta a desposar todavía y menos aún con una persona tan poco de fiar como me resulta usted, Antoine.
― ¿Son acaso mis comentarios contra la manera de actuar de nuestro emperador un impedimento para, si quiera, me considere como un digno pretendiente?
― No, Antoine, se equivoca. No pocas veces me pregunto si España no esta siendo sometida vilmente al yugo dictatorial alemán con demasiada complacencia. Lo que no puedo ahora, simplemente, es perder mi oportunidad de ascender en los cuerpos de élite de la armada aeroespacial. Y usted me propone convertirme en ama de casa y madre de sus hijos.
― Hay veces Julia, que no la entiendo. Un día le conté mi intención de pertenecer a la Sociedad Aéropostale y no me dijo nada en contra.
― Pues porque usted no me importa. Adiós.
¡Qué lejos quedan aquellos días de academia! Después vendrían los éxitos, como cuando Julia y su grupo de confianza desmantelaron aquella célula comunista en Berlín. ¿Quién iba a pensar que aquel pintor de paisajes urbanitas, aquel Hitler, era el cabecilla? Solo una mente despierta, menos cuadriculada que la de los alemanes, pensaba Julia, era apta para ese tipo de investigaciones. Luego la mandaron a una división aeroespacial, a combatir codo con codo con los rusos blancos, de marcada tendencia europeísta, que expulsaron al Zar y a sus ejércitos rojos. Las condecoraciones llenaban el lado izquierdo de su casaca cuando acudía a los desfiles en traje de gala. De poco le había servido. Lo único bueno para ella era haber vuelto a España y desempeñar sus funciones tan cerca de su padre.
La desazón de Julia venía de bastante tiempo atrás. Don Bonifacio había quedado inválido a causa de un derrame que le había paralizado el lado izquierdo de su cuerpo y le impedía el ejercicio del habla. Aún así, a Julia no le quedaba ninguna duda de que su padre entendía perfectamente todo lo que acontecía a su alrededor. Con la ayuda que le ofrecía el Ministerio de Defensa, al haber conseguido que su padre figurase en la lista de mutilados de guerra, aún no faltándole ningún miembro, estaba pudiendo dedicarse a su trabajo en la división verdigualda.
La columna Von Ristoffel, a la que pertenecía la división de Julia, partió por la tarde de la base aérea de Gibraltar. Como era verano, todavía quedaban muchas horas de sol, cosa que sorprendía y fascinaba a los pilotos alemanes. ¿Qué sabrían ellos de sol? Y menos Rommel, aquel disciplinadísimo piloto alemán que había abatido más aviones enemigos que nadie. Hoy lo tendría de compañero. Tanto deseaban acabar con Saint Exupéry que arriesgaban al máximo llevando al mejor piloto del Imperio.
Julia llevaba un rato cavilando. ¿Qué haría en caso de encontrarse de frente con Saint Exupéry? ¿Dispararía o dejaría que otros lo hiciesen? Lo que es peor, ¿sería incapaz de abatirle, aún a riesgo de que la derriben? Las posibilidades de sobrevivir a un fuego cruzado son escasas y menos aún a salir con vida de un amerizaje.
― ¡Julia! ― Saint Exupéry solía llamarla por su nombre cuando estudiaban en Suiza. No se olvide de la cita que tenemos después de la graduación, esta tarde.
― No, Antoine, no me olvidaré. Por esta razón es por la que vine desde España hace tres años.
― ¿Para ver la sorpresa que le iba a dar?
― No sea ingenuo. Me refería a la posibilidad de entrar en el cuerpo de aire de la Sociedad de Naciones. Lo que usted, Messieur, tenga o no que decirme, me trae sin cuidado.
― ¿Por qué es usted tan fría conmigo, señorita? Sabe que no hay peligro. Que aunque aún tenga la vana esperanza de granjearme su afecto, no pretendo molestarla en modo alguno.
Julia recordó haberse sentido avergonzada en aquel momento. Saint Exupéry, en ningún momento fue descortés con ella. Aunque sólo fuera por eso y porque hacía tiempo que había enterrado sus rencillas con el joven suizo, al que ya no consideraba un snob de tres al cuarto, decidió acudir a su cita con él.
― ¡Qué bien que haya venido, Señorita Mangada! ― Esto último la puso a la expectativa, nunca antes la había tratado con su apellido. Acepte, por favor, este humilde obsequio.
Y dicho esto, Saint Exupéry salió corriendo. Julia se quedó más pasmada de lo que ella misma habría esperado. Desenvolvió el paquete y en él se encontró con un pliego de hojas mecanografiadas. En la portada se leía “Courrier Sud”. Como si fuese la Locomotora Express, la razón del regalo se le presentó diametralmente clara. Saint Exupéry iba a abandonar el ejército para dedicarse al vuelo comercial. Pero no sólo eso. Se iba a África. Una lágrima cruzó su mejilla derecha. ¿Por qué había sido tan tonta?
― ¡Atención, pilotos!
El sonido distorsionado de su radio trajo de vuelta a la cruda realidad de la maniobra de combate. El Pfalz surcaba ya el Estrecho de Gibraltar.
― A partir de este momento, todas las comunicaciones se realizarán en idioma Esperanto. Recuerden que el Coronel Rommel es el Jefe de Destacamento. A él deberán seguir a la hora de recibir instrucciones y referirán a su consola toda aquella comunicación que se produzca durante el combate.
Julia escuchó la radio de su avión y tomó las medidas pertinentes. Afortunadamente, ella era una experta en esperanto. Julia Mangada pertenecía al selecto club de oficiales que no solamente sabían el idioma, sino que se encargaban de promocionarlo entre las tropas. Sería muy difícil que sustituyese a los idiomas tradicionales de Europa, pero ella pensaba que en unas cuantas generaciones sería el idioma del porvenir.
----------------------
Pronto nos encontramos con los cazas africanos. A diferencia de nuestra escuadrilla, la suya estaba compuesta por gran variedad de naves, unas mejor dotadas para el combate aéreo que otras. Aún así, todas las aeronaves mantenían la formación. Los más destacados eran unos F-5, modernos y rápidos. Me pregunto dónde los habrán conseguido. No es ningún secreto que el mercado armamentístico estaba muy controlado por el Imperio de Weimar.
Nosotros contábamos con todo un destacamento de Pfalz y Bossendoffer. También nos acompañaban en la retaguardia tres divisiones de aerotanques. Cuando nosotros despejásemos los cielos del Estrecho, los tanques tomarían Ceuta, para luego apoderarse de los fuertes que los Africanos cuentan en Tetuán y Melilla. Son como ballenas aladas, que sirven en una refriega, pero que en tierra son casi indestructibles. Además nos ahorramos el desembarco.
― Kiras divizio, destrek-n.
La radio profirió la orden y la división mencionada se dirigió a la derecha.
Las aeronaves más avanzadas entraron en combate inmediatamente. Como cabía esperar, las fuerzas europeas tenían las de ganar. Aún así, no hubo muchas bajas en ninguno de los dos bandos. Tal era la destreza de los pilotos de ambos ejércitos.
El código de honor que regía a los pilotos de aeronaves se mantenía por el momento. Por esa razón, mientras las fuerzas terrestres podían sufrir una carnicería, los aviones se mantenían en un discreto duelo acrobático. Sólo si un caza era alcanzado o si caía en las líneas enemigas, el piloto podría perecer.
― Kodo ruga. Bombarde celon “Princo”.
Se había activado el código rojo. Las instrucciones eran claras: bombardear al objetivo “Príncipe”. El corazón se me encogió y por primera vez en mucho tiempo tuve miedo. Le habíamos puesto ese nombre en clave porque en su Lockheed figuraba la denominación “Le Petit Prince”.
En ese momento, mi compañero, más bien mi superior, Rommel, conocido como el zorro volador se lanzó en picado sobre la aeronave de Saint Exupéry. Estaba claro que quería cobrarse la victoria y el reconocimiento de haber derribado al mejor piloto de la insurgencia africana.
Una serie de ráfagas de metralleta Spandau pasaron rasantes al lado del timón trasero del Lockheed. Otra ráfaga Salió de la metralleta delantera del avión de Saint Exupéry. Sólo la pericia de ambos pilotos evitó que ninguno fuese alcanzado.
Se estaba acelerando la batalla. Pronto empezaron a caer al mar los primeros aviones. Para más INRI, eran de nuestra división. El cielo había cambiado de color por las columnas de nubes que proyectaban los cazas abatidos. Una ráfaga pasó cerca de mi avión. Hasta entonces aún no me había decidido a disparar, con la consiguiente reserva de mi munición para más tarde. Pero ahora me apremiaba la situación y empecé a disparar. Poco tardé en derribar a un avión enemigo.
― Julia, Kion ni faro?
Era Rommel. No entendía qué hacía. ¿Cómo era que no entraba directamente en el combate? ¿No quería la gloria de dar alcance a Antoine?
Antoine. Mi viejo camarada. Mi compañero de estudios al que tan mal entendí. Antoine, la primera persona que me quiso y probablemente la última. Para mí un príncipe, sin lugar a dudas.
Cuando mis pensamientos se agolpaban, por lo contradictorios, por lo cuestionables, por lo que fuese, fueron cortados por el fragor de la batalla. Un pequeño autogiro, más rápido que los normales se me había puesto en la línea de fuego. Era o él o yo, y no estaba por la labor de acabar mis días en el mar, así que disparé. Nunca antes me había sentido tan culpable de abatir un avión enemigo. Poco podían hacer contra mí esas naves tan frágiles, pero no cabe duda de que estuve en peligro ante el autogiro.
La batalla siguió durante horas. Sólo las naves con mayor autonomía pudieron mantenerse en vuelo. El resto regresó a las respectivas bases.
― Retreto de la trupoj. Retropaso. ― Desde la base se nos ordenaba que volviésemos. Había que dejar para otro momento la continuación de la refriega aérea de esta tarde.
Las aeronaves se fueron retirando y volvieron disciplinadamente a la base. Todos salvo Rommel. Viendo lo que pretendía, decidí permanecer en el frente. Aún tenía autonomía de vuelo para más de tres cuartos de hora y sólo me llevaría un cuarto de hora el regresar a tierra. Tenía media hora de maniobra. Lo mismo que el Zorro Volador.
Con tal frenesí perseguía Rommel a Saint Exupéry que me resultó casi imposible darles alcance. Aún disparaban las ametralladoras del caza europeo, aunque estaban prontas a la extenuación. Sin embargo, el Lockheed africano aún conservaba más de la mitad de la munición.
Rommel disparó a la desesperada, con tan buena fortuna que consiguió alcanzar a Saint Exupery. La velocidad del Lockheed se había reducido sensiblemente. En ese momento noté el cambio de actitud de Antoine. Si quería salir con vida, debería abatir al caza alemán.
Por las casualidades que se ponen en juego en las batallas, ambas naves se dispusieron a realizar un ataque en barrena, lo que las acercó a mi posición. La ametralladora del Principito disparó primero, alcanzando el ala del Pfalz de Rommel. Aún siendo un impacto importante, el avión era todavía pilotable.
Mi avión era una sombra inapreciable para los dos pilotos en contienda. Con precaución me acercaba a la posición de ambos y trataba de decidir sobre la marcha el curso de mis acciones. Saint Exupéry estaba teniendo peor puntería que el Zorro Volador y se le estaba acabando la munición mucho más rápido. En pocas pasadas se quedaría sin nada.
Estuvieron un par de minutos sin disparar. Ambas posiciones estaban lo suficientemente lejos como para que el rango de disparo hiciese inefectivo hacer fuego contra el adversario. Pero pronto el Zorro Volador dio alcance al Principito. Fue en ese momento cuando me di cuenta. Se le había acabado la munición a Antoine. Todo lo que podía hacer era un vuelo evasivo y contar con la fortuna de que Rommel se quedase sin munición o sin combustible.
La radio bramaba. Por un lado, los compañeros vitoreaban a Rommel, dándole ánimos para que abatiera al “maldito suizo”, como ellos le llamaban. Por otro, la comandancia nos amenazaba al considerar que era una insubordinación por nuestra parte no haber vuelto a la base como se nos había indicado. Estaríamos en rebeldía si no regresábamos pronto.
A Rommel poco le importaba. Estaba seguro de su éxito y perseguía al enemigo como el perro de presa a la liebre. En un momento le consiguió tener a tiro. La velocidad del Principito era la más baja de la que había mantenido durante la contienda. Su avión estaba muy averiado. Fue en ese momento cuando interpuse con una rauda maniobra mi aeronave entre el Pfatz y el Lockheed.
Al estar tan cerca de los dos aviones, pude atisbar la cara de sorpresa de Rommel. ¿Qué haría? ¿Dispararía a pesar de que el primero que abatiría sería el avión de su propia división? La tensión duró unos segundos. Entonces me di cuenta de que había disparado como un canalla.
Pero nada ocurrió. La fortuna estaba de nuestro lado, si es que Antoine estaba del mío. O se atascó la ametralladora o se había acabado la munición. En ese momento, sólo yo tenía capacidad de fuego. Rommel golpeaba furiosa y desenfrenadamente la carlinga. Al cabo de unos pocos segundos, manifiestamente maldiciendo su mala fortuna, se retiró a la base de Gibraltar. Saint Exupéry tenía que volver a Casablanca cuanto antes. Posiblemente tuviese que hacer un aterrizaje de emergencia en medio del desierto del Sahara.
Durante unos minutos volamos juntos, pero las averías de su nave se hicieron tan acuciantes que el vuelo de su aeronave se interrumpió. Sólo las dotes de piloto de Antoine impidieron que se estrellara. Yo esperaba que hubiese sido capaz de informar de su posición a sus camaradas. Si no, le esperaba una larga estancia en el desierto y quién sabe con qué se podría encontrar allí.
― Merci, Julia.
La radio siguió sonando, pero ya no pude entender nada. Se acercaba la noche y una tormenta de arena impedía a mi receptor recoger más señal. Ahora me dirigiría, con el poco combustible que me quedaba, lo más cerca de la Costa Atlántica de África.
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Julia consiguió su objetivo y abandonó la nave. Ya era imposible volver a España. Su padre se había convertido en su única preocupación, pero sobrevivir en territorio enemigo tampoco era cosa baladí. Se despojó del uniforme y recogió del maletero del avión el maletín de supervivencia para condiciones desfavorables. Cuando llegó al puerto de Dakar, era casi imposible pensar que se trataba de una muchacha europea.
Allí tomó un barco que la llevó a México. Pasaron varios años antes de conseguir cualquier información de su padre. Supo entonces que había fallecido pocos meses después de su deserción. ¿Quién sabe si aprobaría o no la decisión de su hija? Unas noches pensaba que sí, que su padre nunca vio con buenos ojos su pertenencia al ejército. Para él todos los caminos conducían a la hermandad entre pueblos. Ya había vivido muchas guerras y sabía que los bandos enfrentados terminaban siempre reconciliados.
Otras veces sospechaba que, por un egoísmo no sopesado, había abandonado a su padre y entonces se sentía culpable y reprochada por él.
El tiempo cura casi todas las heridas. Julia rehizo su vida en México, que ahora pertenecía a la Confederación Americana. Se dedicaba a impartir clases de esperanto a todo aquel que quisiese aprender el idioma universal, aunque lo tenía difícil, porque el castellano y el inglés eran los idiomas oficiales. Tijuana, por su cercanía a los Estados Unidos, se había convertido en la capital de la parte más occidental del mundo. ¡Qué irónico resultaba estar al oeste de los que se consideraban el occidente auténtico! Una prueba más de que el mundo es redondo y que la izquierda es la derecha del de enfrente.
Julia ya había alcanzado la edad madura y se había casado con un hombre de Ecuador, cuando recibió la noticia de la desaparición de Antoine frente a las costas de Malta. Se sintió apenada, pero pensó que era el destino más romántico y justo que le podía haber acontecido a su antiguo amado.
En una librería de su barrio se había publicado la obra póstuma de Saint Exupery. Resultaba un hermoso epitafio que se titulase “el Principito”.
Un zeppelín proyecta su sombra sobre la Plaza de Callao. La teniente Julia Mangada había tomado su parada, bajando del autogiro diecisiete, la línea Carabanchel – Plaza de España. Su impecable uniforme negro de piloto de la Sociedad de Naciones contrastaba con el Gris de la Calle. En su cartera de viaje, dos barritas energéticas de Kellog, la ración diaria. Subió a su apartamento en el cuarto piso del número tres de la Calle Valverde.
Al poco de haber entrado en casa sonó la alarma de la Radio Marconi. “Código Rojo, Código Rojo”, decía la monótona voz del locutor. “El ejercito Africano se ha levantado contra el Imperio Alemán de Weimar. Movilización total de la columna Von Ristoffel. Repetimos…”.
Julia dejo escapar un suspiro de resignación y volvió a salir de su casa. “¡Qué le vamos a hacer!”
Una hora más tarde, en la base de Cuatro Vientos, se encontraban ya todos los pilotos de los Pfalz D III, un modelo bastante anticuado, pero muy seguro al contar con sus dos ametralladoras Spandau. La neutralidad de España durante el conflicto le había costado a la nación a quedar relegado a país de segunda. Peor les había ido a los Americanos y a los Ingleses después de perder y tener que satisfacer fuertes sumas de dinero a la Sociedad de Naciones. España sólo se libró de abonar cantidad alguna por su posición estratégica, al ser la primera línea de defensa frente a los Africanos.
El continente negro se encontraba en manos de la resistencia aliada. Franceses, ingleses e italianos renegados se unían a españoles saharauis. Habían convertido a la ciudad de Casablanca en su base de operaciones.
― Compatriotas, tomen asiento, ― ordenó el Coronel Martínez en la sala de reunión. Como ustedes saben los continuos ataques del Ejército Africano están debilitando mucho las defensas que mantenemos en el Mediterráneo. El General Azaña, a bordo del Dragón Rapide, está comandando a las fuerzas rebeldes con gran acierto para ellos y numerosas bajas para nosotros. Aún así, mantenemos la compostura.
― Como ustedes saben, necesitamos un golpe de efecto, un avión derribado que debilite la moral de los pilotos africanos. El teniente Castillo ha pensado que sería un tremendo varapalo si conseguimos derribar el Lockheed de Saint Exupéry, su mejor piloto.
El nombre le trajo recuerdos a Julia. Habían sido compañeros de división en la Academia de Latécoère y seguirían siendo muy buenos amigos si no hubiesen pasado dos cosas: la primera tiene que ver con su cambio al bando enemigo y la segunda, más grave aún, que él no hubiese tratado de cortejarla. Julia nunca le consideró un igual y acabó con desdén la relación de compañerismo que habían mantenido. Luego supo que se había casado con una americana y que había huido a Marruecos con ella. Desde entonces, había liderado la campaña de su escuadrilla contra las fuerzas Imperiales del Estrecho de Gibraltar.
― Antoine, ― le había dicho Julia hacía más de diez años. Ten cuidado con esas ideas tan subversivas que te gastas. Si sigues así, tendré que denunciarte y no me gustaría hacerlo. Sabes que te tengo en alta estima y me apenaría pensar las penurias que tendrías que soportar.
En esto último mintió. Realmente le parecía un mocoso presuntuoso y elitista. Ella, que no tenía más familia que a Don Bonifacio, un padre gruñón, de clase trabajadora y sin aspiraciones, no podía soportar las ínfulas de grandeza del joven suizo.
― Bien, pilotos de la división gualdiverde, ― dijo el Coronel Martínez. Dispónganse a tomar los asientos de las carlingas y que Dios reparta suertes. Rompan filas.
Los aviones estaban acicalados, repostados y con todo el armamento dispuesto. Julia llevaba el nuevo traje de piloto que había diseñado el Doctor Eistein. Con él sería posible realizar hasta un vuelo espacial, como el que habían realizado Barbicane, Nicholl y Ardan cuando llegaron a la Luna a bordo del Columbia. Todos los mozos y personal de tierra se apresuraban en poner a punto los aviones para el inminente combate.
Tanta actividad contrastaba con el paso sosegado y las bromas que se gastaban los pilotos. La única que no estaba dispuesta a la guasa era Julia. No podía quitarse a Antoine de la cabeza.
― Julia. No es preciso que le diga lo que siento por usted. Si sólo me concediese una oportunidad…
― Ya sabe usted que no estoy dispuesta a desposar todavía y menos aún con una persona tan poco de fiar como me resulta usted, Antoine.
― ¿Son acaso mis comentarios contra la manera de actuar de nuestro emperador un impedimento para, si quiera, me considere como un digno pretendiente?
― No, Antoine, se equivoca. No pocas veces me pregunto si España no esta siendo sometida vilmente al yugo dictatorial alemán con demasiada complacencia. Lo que no puedo ahora, simplemente, es perder mi oportunidad de ascender en los cuerpos de élite de la armada aeroespacial. Y usted me propone convertirme en ama de casa y madre de sus hijos.
― Hay veces Julia, que no la entiendo. Un día le conté mi intención de pertenecer a la Sociedad Aéropostale y no me dijo nada en contra.
― Pues porque usted no me importa. Adiós.
¡Qué lejos quedan aquellos días de academia! Después vendrían los éxitos, como cuando Julia y su grupo de confianza desmantelaron aquella célula comunista en Berlín. ¿Quién iba a pensar que aquel pintor de paisajes urbanitas, aquel Hitler, era el cabecilla? Solo una mente despierta, menos cuadriculada que la de los alemanes, pensaba Julia, era apta para ese tipo de investigaciones. Luego la mandaron a una división aeroespacial, a combatir codo con codo con los rusos blancos, de marcada tendencia europeísta, que expulsaron al Zar y a sus ejércitos rojos. Las condecoraciones llenaban el lado izquierdo de su casaca cuando acudía a los desfiles en traje de gala. De poco le había servido. Lo único bueno para ella era haber vuelto a España y desempeñar sus funciones tan cerca de su padre.
La desazón de Julia venía de bastante tiempo atrás. Don Bonifacio había quedado inválido a causa de un derrame que le había paralizado el lado izquierdo de su cuerpo y le impedía el ejercicio del habla. Aún así, a Julia no le quedaba ninguna duda de que su padre entendía perfectamente todo lo que acontecía a su alrededor. Con la ayuda que le ofrecía el Ministerio de Defensa, al haber conseguido que su padre figurase en la lista de mutilados de guerra, aún no faltándole ningún miembro, estaba pudiendo dedicarse a su trabajo en la división verdigualda.
La columna Von Ristoffel, a la que pertenecía la división de Julia, partió por la tarde de la base aérea de Gibraltar. Como era verano, todavía quedaban muchas horas de sol, cosa que sorprendía y fascinaba a los pilotos alemanes. ¿Qué sabrían ellos de sol? Y menos Rommel, aquel disciplinadísimo piloto alemán que había abatido más aviones enemigos que nadie. Hoy lo tendría de compañero. Tanto deseaban acabar con Saint Exupéry que arriesgaban al máximo llevando al mejor piloto del Imperio.
Julia llevaba un rato cavilando. ¿Qué haría en caso de encontrarse de frente con Saint Exupéry? ¿Dispararía o dejaría que otros lo hiciesen? Lo que es peor, ¿sería incapaz de abatirle, aún a riesgo de que la derriben? Las posibilidades de sobrevivir a un fuego cruzado son escasas y menos aún a salir con vida de un amerizaje.
― ¡Julia! ― Saint Exupéry solía llamarla por su nombre cuando estudiaban en Suiza. No se olvide de la cita que tenemos después de la graduación, esta tarde.
― No, Antoine, no me olvidaré. Por esta razón es por la que vine desde España hace tres años.
― ¿Para ver la sorpresa que le iba a dar?
― No sea ingenuo. Me refería a la posibilidad de entrar en el cuerpo de aire de la Sociedad de Naciones. Lo que usted, Messieur, tenga o no que decirme, me trae sin cuidado.
― ¿Por qué es usted tan fría conmigo, señorita? Sabe que no hay peligro. Que aunque aún tenga la vana esperanza de granjearme su afecto, no pretendo molestarla en modo alguno.
Julia recordó haberse sentido avergonzada en aquel momento. Saint Exupéry, en ningún momento fue descortés con ella. Aunque sólo fuera por eso y porque hacía tiempo que había enterrado sus rencillas con el joven suizo, al que ya no consideraba un snob de tres al cuarto, decidió acudir a su cita con él.
― ¡Qué bien que haya venido, Señorita Mangada! ― Esto último la puso a la expectativa, nunca antes la había tratado con su apellido. Acepte, por favor, este humilde obsequio.
Y dicho esto, Saint Exupéry salió corriendo. Julia se quedó más pasmada de lo que ella misma habría esperado. Desenvolvió el paquete y en él se encontró con un pliego de hojas mecanografiadas. En la portada se leía “Courrier Sud”. Como si fuese la Locomotora Express, la razón del regalo se le presentó diametralmente clara. Saint Exupéry iba a abandonar el ejército para dedicarse al vuelo comercial. Pero no sólo eso. Se iba a África. Una lágrima cruzó su mejilla derecha. ¿Por qué había sido tan tonta?
― ¡Atención, pilotos!
El sonido distorsionado de su radio trajo de vuelta a la cruda realidad de la maniobra de combate. El Pfalz surcaba ya el Estrecho de Gibraltar.
― A partir de este momento, todas las comunicaciones se realizarán en idioma Esperanto. Recuerden que el Coronel Rommel es el Jefe de Destacamento. A él deberán seguir a la hora de recibir instrucciones y referirán a su consola toda aquella comunicación que se produzca durante el combate.
Julia escuchó la radio de su avión y tomó las medidas pertinentes. Afortunadamente, ella era una experta en esperanto. Julia Mangada pertenecía al selecto club de oficiales que no solamente sabían el idioma, sino que se encargaban de promocionarlo entre las tropas. Sería muy difícil que sustituyese a los idiomas tradicionales de Europa, pero ella pensaba que en unas cuantas generaciones sería el idioma del porvenir.
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Pronto nos encontramos con los cazas africanos. A diferencia de nuestra escuadrilla, la suya estaba compuesta por gran variedad de naves, unas mejor dotadas para el combate aéreo que otras. Aún así, todas las aeronaves mantenían la formación. Los más destacados eran unos F-5, modernos y rápidos. Me pregunto dónde los habrán conseguido. No es ningún secreto que el mercado armamentístico estaba muy controlado por el Imperio de Weimar.
Nosotros contábamos con todo un destacamento de Pfalz y Bossendoffer. También nos acompañaban en la retaguardia tres divisiones de aerotanques. Cuando nosotros despejásemos los cielos del Estrecho, los tanques tomarían Ceuta, para luego apoderarse de los fuertes que los Africanos cuentan en Tetuán y Melilla. Son como ballenas aladas, que sirven en una refriega, pero que en tierra son casi indestructibles. Además nos ahorramos el desembarco.
― Kiras divizio, destrek-n.
La radio profirió la orden y la división mencionada se dirigió a la derecha.
Las aeronaves más avanzadas entraron en combate inmediatamente. Como cabía esperar, las fuerzas europeas tenían las de ganar. Aún así, no hubo muchas bajas en ninguno de los dos bandos. Tal era la destreza de los pilotos de ambos ejércitos.
El código de honor que regía a los pilotos de aeronaves se mantenía por el momento. Por esa razón, mientras las fuerzas terrestres podían sufrir una carnicería, los aviones se mantenían en un discreto duelo acrobático. Sólo si un caza era alcanzado o si caía en las líneas enemigas, el piloto podría perecer.
― Kodo ruga. Bombarde celon “Princo”.
Se había activado el código rojo. Las instrucciones eran claras: bombardear al objetivo “Príncipe”. El corazón se me encogió y por primera vez en mucho tiempo tuve miedo. Le habíamos puesto ese nombre en clave porque en su Lockheed figuraba la denominación “Le Petit Prince”.
En ese momento, mi compañero, más bien mi superior, Rommel, conocido como el zorro volador se lanzó en picado sobre la aeronave de Saint Exupéry. Estaba claro que quería cobrarse la victoria y el reconocimiento de haber derribado al mejor piloto de la insurgencia africana.
Una serie de ráfagas de metralleta Spandau pasaron rasantes al lado del timón trasero del Lockheed. Otra ráfaga Salió de la metralleta delantera del avión de Saint Exupéry. Sólo la pericia de ambos pilotos evitó que ninguno fuese alcanzado.
Se estaba acelerando la batalla. Pronto empezaron a caer al mar los primeros aviones. Para más INRI, eran de nuestra división. El cielo había cambiado de color por las columnas de nubes que proyectaban los cazas abatidos. Una ráfaga pasó cerca de mi avión. Hasta entonces aún no me había decidido a disparar, con la consiguiente reserva de mi munición para más tarde. Pero ahora me apremiaba la situación y empecé a disparar. Poco tardé en derribar a un avión enemigo.
― Julia, Kion ni faro?
Era Rommel. No entendía qué hacía. ¿Cómo era que no entraba directamente en el combate? ¿No quería la gloria de dar alcance a Antoine?
Antoine. Mi viejo camarada. Mi compañero de estudios al que tan mal entendí. Antoine, la primera persona que me quiso y probablemente la última. Para mí un príncipe, sin lugar a dudas.
Cuando mis pensamientos se agolpaban, por lo contradictorios, por lo cuestionables, por lo que fuese, fueron cortados por el fragor de la batalla. Un pequeño autogiro, más rápido que los normales se me había puesto en la línea de fuego. Era o él o yo, y no estaba por la labor de acabar mis días en el mar, así que disparé. Nunca antes me había sentido tan culpable de abatir un avión enemigo. Poco podían hacer contra mí esas naves tan frágiles, pero no cabe duda de que estuve en peligro ante el autogiro.
La batalla siguió durante horas. Sólo las naves con mayor autonomía pudieron mantenerse en vuelo. El resto regresó a las respectivas bases.
― Retreto de la trupoj. Retropaso. ― Desde la base se nos ordenaba que volviésemos. Había que dejar para otro momento la continuación de la refriega aérea de esta tarde.
Las aeronaves se fueron retirando y volvieron disciplinadamente a la base. Todos salvo Rommel. Viendo lo que pretendía, decidí permanecer en el frente. Aún tenía autonomía de vuelo para más de tres cuartos de hora y sólo me llevaría un cuarto de hora el regresar a tierra. Tenía media hora de maniobra. Lo mismo que el Zorro Volador.
Con tal frenesí perseguía Rommel a Saint Exupéry que me resultó casi imposible darles alcance. Aún disparaban las ametralladoras del caza europeo, aunque estaban prontas a la extenuación. Sin embargo, el Lockheed africano aún conservaba más de la mitad de la munición.
Rommel disparó a la desesperada, con tan buena fortuna que consiguió alcanzar a Saint Exupery. La velocidad del Lockheed se había reducido sensiblemente. En ese momento noté el cambio de actitud de Antoine. Si quería salir con vida, debería abatir al caza alemán.
Por las casualidades que se ponen en juego en las batallas, ambas naves se dispusieron a realizar un ataque en barrena, lo que las acercó a mi posición. La ametralladora del Principito disparó primero, alcanzando el ala del Pfalz de Rommel. Aún siendo un impacto importante, el avión era todavía pilotable.
Mi avión era una sombra inapreciable para los dos pilotos en contienda. Con precaución me acercaba a la posición de ambos y trataba de decidir sobre la marcha el curso de mis acciones. Saint Exupéry estaba teniendo peor puntería que el Zorro Volador y se le estaba acabando la munición mucho más rápido. En pocas pasadas se quedaría sin nada.
Estuvieron un par de minutos sin disparar. Ambas posiciones estaban lo suficientemente lejos como para que el rango de disparo hiciese inefectivo hacer fuego contra el adversario. Pero pronto el Zorro Volador dio alcance al Principito. Fue en ese momento cuando me di cuenta. Se le había acabado la munición a Antoine. Todo lo que podía hacer era un vuelo evasivo y contar con la fortuna de que Rommel se quedase sin munición o sin combustible.
La radio bramaba. Por un lado, los compañeros vitoreaban a Rommel, dándole ánimos para que abatiera al “maldito suizo”, como ellos le llamaban. Por otro, la comandancia nos amenazaba al considerar que era una insubordinación por nuestra parte no haber vuelto a la base como se nos había indicado. Estaríamos en rebeldía si no regresábamos pronto.
A Rommel poco le importaba. Estaba seguro de su éxito y perseguía al enemigo como el perro de presa a la liebre. En un momento le consiguió tener a tiro. La velocidad del Principito era la más baja de la que había mantenido durante la contienda. Su avión estaba muy averiado. Fue en ese momento cuando interpuse con una rauda maniobra mi aeronave entre el Pfatz y el Lockheed.
Al estar tan cerca de los dos aviones, pude atisbar la cara de sorpresa de Rommel. ¿Qué haría? ¿Dispararía a pesar de que el primero que abatiría sería el avión de su propia división? La tensión duró unos segundos. Entonces me di cuenta de que había disparado como un canalla.
Pero nada ocurrió. La fortuna estaba de nuestro lado, si es que Antoine estaba del mío. O se atascó la ametralladora o se había acabado la munición. En ese momento, sólo yo tenía capacidad de fuego. Rommel golpeaba furiosa y desenfrenadamente la carlinga. Al cabo de unos pocos segundos, manifiestamente maldiciendo su mala fortuna, se retiró a la base de Gibraltar. Saint Exupéry tenía que volver a Casablanca cuanto antes. Posiblemente tuviese que hacer un aterrizaje de emergencia en medio del desierto del Sahara.
Durante unos minutos volamos juntos, pero las averías de su nave se hicieron tan acuciantes que el vuelo de su aeronave se interrumpió. Sólo las dotes de piloto de Antoine impidieron que se estrellara. Yo esperaba que hubiese sido capaz de informar de su posición a sus camaradas. Si no, le esperaba una larga estancia en el desierto y quién sabe con qué se podría encontrar allí.
― Merci, Julia.
La radio siguió sonando, pero ya no pude entender nada. Se acercaba la noche y una tormenta de arena impedía a mi receptor recoger más señal. Ahora me dirigiría, con el poco combustible que me quedaba, lo más cerca de la Costa Atlántica de África.
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Julia consiguió su objetivo y abandonó la nave. Ya era imposible volver a España. Su padre se había convertido en su única preocupación, pero sobrevivir en territorio enemigo tampoco era cosa baladí. Se despojó del uniforme y recogió del maletero del avión el maletín de supervivencia para condiciones desfavorables. Cuando llegó al puerto de Dakar, era casi imposible pensar que se trataba de una muchacha europea.
Allí tomó un barco que la llevó a México. Pasaron varios años antes de conseguir cualquier información de su padre. Supo entonces que había fallecido pocos meses después de su deserción. ¿Quién sabe si aprobaría o no la decisión de su hija? Unas noches pensaba que sí, que su padre nunca vio con buenos ojos su pertenencia al ejército. Para él todos los caminos conducían a la hermandad entre pueblos. Ya había vivido muchas guerras y sabía que los bandos enfrentados terminaban siempre reconciliados.
Otras veces sospechaba que, por un egoísmo no sopesado, había abandonado a su padre y entonces se sentía culpable y reprochada por él.
El tiempo cura casi todas las heridas. Julia rehizo su vida en México, que ahora pertenecía a la Confederación Americana. Se dedicaba a impartir clases de esperanto a todo aquel que quisiese aprender el idioma universal, aunque lo tenía difícil, porque el castellano y el inglés eran los idiomas oficiales. Tijuana, por su cercanía a los Estados Unidos, se había convertido en la capital de la parte más occidental del mundo. ¡Qué irónico resultaba estar al oeste de los que se consideraban el occidente auténtico! Una prueba más de que el mundo es redondo y que la izquierda es la derecha del de enfrente.
Julia ya había alcanzado la edad madura y se había casado con un hombre de Ecuador, cuando recibió la noticia de la desaparición de Antoine frente a las costas de Malta. Se sintió apenada, pero pensó que era el destino más romántico y justo que le podía haber acontecido a su antiguo amado.
En una librería de su barrio se había publicado la obra póstuma de Saint Exupery. Resultaba un hermoso epitafio que se titulase “el Principito”.
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