Veinte de diciembre de 2007


Vida y Opiniones de Monsieur Cadeau Comte de Langedoc.

Mientras espero en mi fría celda en Lyon, escucho tañir las campanas de una iglesia cercana. Se podría decir que las arenas del tiempo para mí se están acabando porque al amanecer me llevarán al patíbulo. Después de todo lo que he hecho, resulta irónico pensar que voy a ser ajusticiado por algo tan pueril como es el pertenecer a la nobleza que se opuso a la Revolución. Si mis patéticos carceleros supieran lo que he vivido y lo que he realizado, de cierto que me aniquilarían aquí y ahora, sin esperar al cumplimiento de mi sentencia. Casi desearía tener una razón de mayor peso para encontrarme aquí cautivo que mi procedencia y la de mi familia.

¡Que innoble muerte la mía! Si por lo menos me ejecutaran en la guillotina como a todos los Grandes de Francia. De esta facha, me humillan dándome justicia con una simple cuerda, a mí, que a tantos he dado fin con herramientas menores que esa maltita cuerda. Yo soy un artista y no puedo aceptar mi destino plebeyo. ¡No, no lo acepto!

Yo, que he sido fiel discípulo de mi padre, el mayor torturador de toda Francia y el más terrible diablo que haya dado a luz mujer alguna. Aún habiendo seguido sus pasos y haberle superado en algunas facetas, no soy más que un pálido reflejo de su saber hacer en las artes eróticas y martirológicas que practicaba.

Era yo un miserable mocoso cuando presencié por primera vez una de sus orgías. ¡Cuánto aprendí aquel día! En aquella sala se encontraban media docena de hombres desnudos rodeando a una joven campesina, que supongo habrían secuestrado en alguna aldea alejada del castillo, para no dar posibles indicios a los inspectores de encontrar relación entre un cadáver y una desaparecida. Con un cuchillo finamente ornamentado, mi padre abrió el pecho de la muchacha y sin que dejase de respirar, sacó el corazón de la caja torácica. Mientras realizaba el sacrificio, los otros hombres se masturbaban frenéticamente. Mi padre procedió a penetrarla por el orificio frontal que había creado con el cuchillo. En ese momento, mi cuerpo no pudo aguantar más y vomité de manera tan sonora que fui descubierto. Me propinó mi padre tal paliza que aún noto las marcas de los latigazos que me propinó en el costado.

Fue algunos años más tarde, me acuerdo, cuando violé a una chica por primera vez. Ella era una niña un par de años mayor que yo. No recuerdo si tenía quince o dieciséis años cuando lo hice. Cometí muchos errores. Para empezar era una campesina de una localidad cercana a Langedoc, por lo que luego mi padre tubo que actuar para cubrir mi crimen. La llevé a las caballerizas. La engañé con carantoñas tontas que se creyó a pies juntillas. Allí la acuchillé y dejé que muriese lentamente. Encima del charco de sangre, mancillé su cuerpo. Craso error. Esa sería la última vez que fornicaría con un cadáver. Son demasiado duros en el rigor mortis. No pude eyacular, por lo que opté por vestirme y deshacerme de su cuerpo. Dejé que los perros de caza mordisquearan las tripas de la chica, para lo que la destripé. Después la llevé al bosque y simulé una escena en la que los campesinos que la encontraran creyeran que fueron los lobos los que dieron cuenta de ella. Afortunadamente mi padre encontró antes a la muchacha en una de sus cacerías, previamente a que nadie la viera. No sé como lo hizo, pero creo que aplicó alguna salsa de venado para que les resultase más apetecible a los perros, que entonces sí, dieron cuenta de ella. Tras ello, dio parte a las autoridades que no dudaron de la autoría de una manada de lobos.

A continuación de estas primeras experiencias traumáticas, opté por dejar vivas a mis partenaires. Unas cuantas sirvientas bastaron para el aprendizaje básico que todo muchacho de alta cuna debería siempre tener. Pero pronto me aburrí. Tuve la fortuna de contar con unas amistades que compartían mis gustos aventureros y empezamos a modificar a satisfacción nuestras orgías. Aún recuerdo una de aquellas fiestas en la que dimos muerte a un muchacho de las calles de París que había conseguido traer a mi castillo uno de mis amigos. Después tratamos su carne pertinentemente y la cocinamos para el festín que había preparado para la noche. Tras la cena practicamos todo tipo de actos sodomitas. Mi padre sabía de mis actividades y, aunque no participaba de ellas, sé que le complacían y las aprobaba.

Cuando cumplí los veintiún años, heredé el título de mi padre, que había fallecido un par de meses atrás. Parece que probando una receta que encontró en un viejo libro erótico. Según especificaba el autor, el orgasmo obtenido tras la asfixia parcial producida por una cuerda alrededor del cuello – ¡qué curioso, otra vez la soga! – era de tal categoría que no se podía comparar con nada. Mi padre lo intentó, pero su corazón no pudo resistirlo.

En ese momento tuve que hacerme cargo de las cuentas de la familia, bastante saneadas. Contaba mi padre con una organización que abarcaba gran parte del Sur de Francia. Una serie de acólitos se encargaban de cobrar fuertes extorsiones a los campesinos, artesanos y burgueses de la zona. Con todo este dinero pagaba los sueldos de los sicarios y de todos sus jefes en un entramado de difícil e intrincada organización, diseñado de tal forma que en ningún momento era posible descubrir a la cabeza que la gobernaba. Para no dar la más mínima sospecha al populacho, se encargaba de dar créditos de oneroso gravamen a todo aquel que se lo pedía. De esta manera las víctimas del sistema eran carnudos apaleados. De vez en cuando capturaba a algún pillastre al que acusaba de ser un extorsionador y lo ejecutaba en la plaza pública - ¡otra vez la soga! – para mayor deleite del pueblo. Para contentar también a la justicia, era muy generoso con los donativos que otorgaba, por lo que siempre se libraba de cualquier causa en la que se le inculpase, pagando fuertes tributos directos al Estado y a la Iglesia. De todo este negocio, más de la mitad del dinero que entraba en las arcas de la familia, se quedaba como beneficio.

No todo iba a ser diversión. De vez en cuando, algún campesino sumaba dos y dos y se daba cuenta de algo. Por ello estuve obligado en más de una ocasión a cometer diversos crímenes menores. Los asesinatos de personas del pueblo que se me opusieron podían ser de dos formas. La más común era acusándoles de alguna fechoría y luego llevándoles al cadalso. Si por alguna razón, esa opción no era factible, optaba por tomar la iniciativa y le ajusticiaba con mis propias manos. Para esos casos especiales, mis consejeros daban con alguna excusa convincente que me librase de toda culpa.

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Empieza a amanecer y se acerca la hora del cumplimiento de mi sentencia. Tengo frío y, aunque no siento miedo, no puedo negar que me siento impaciente. Creo que voy a masturbarme para relajarme y seguir con la cabeza despejada. Puede que luego eche una cabezada, que me vendrá bien.

Me entretengo pensando en las cacerías humanas en las que participé. África era un lugar idílico para todo aquel que practicase la caza mayor, como yo. Pero una vez has cazado elefantes, leones y rinocerontes, la actividad se vuelve monótona. Así que mi círculo de amistades organizó una cacería en Argelia para dar cuenta de los miembros de una tribu del desierto. Bajamos por barco al continente negro y allí, en carruajes llegamos a Darudur, donde contábamos con unos camellos. Llegamos de madrugada al asentamiento y les cercamos. A la señal dada, empezamos a disparar nuestras pistolas y escopetas hasta no dejar a ninguno con vida. Nos entretuvimos descuartizando a una muchacha que resultó ser especialmente bella y uno de los miembros de la expedición decidió despellejar a uno de sus trofeos para curtir la piel y confeccionar con ella una hermosa alfombra.

A la vuelta de la aventura africana, el hastío volvió a asaltarme y comencé a idear algún nuevo tipo de divertimento. No es que no disfrutase de las orgías que cada cierto tiempo organizábamos, pero se volvieron monótonas y tediosas. No había más orificios que penetrar, ni más maneras de sesgar la vida de una ofrenda en sacrificio. Había que hacer algo. Fue entonces cuando me di cuenta del placer que me provocaba eliminar a un adversario. Decicí volverme científico y tratar de conseguir que un campesino noblote de una aldea cercana se suicidase por las acciones que yo cometía. Empecé por destrozarle la vida. Sus campos se estropeaban más de la cuenta. Empleé todo tipo de productos alquímicos que hicieron yermas sus tierras. Envenené poco a poco el agua de su pozo, por lo que sus dos hijas enfermaron irremediablemente. Tras la muerte de estas, vino la enfermedad de él y de su mujer. Conseguí, por fin, engañarle para que creyera que su mujer le había engañado con un vecino. El hombre enloqueció y mató a su mujer tras haber herido de gravedad al vecino. Después de los dos crímenes, ató una soga a la rama de un árbol - ¡otra vez el patíbulo! - y acabó con su miserable vida. Fue un experimento excitante que me mantuvo entretenido unos meses. Después opté por repetir la experiencia pero con variables más complejas. En todos los casos concluí con éxito mis investigaciones.

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― Monsieur Cadeau, Comte de Langedoc, venimos a hacer firme la sentencia condenatoria que el Señor Juez le ha impuesto.
La puerta sonó como si se rompiese. Unos alguacilillos ataron las manos del Señor Conde y lo condujeron al patíbulo. Momentos después, cubrieron su cabeza con un saco negro y le escoltaron al patio de la prisión. Iba acompañado de un sacerdote, el verdugo y el gobernador de la prisión.

Cuando llegaron a la horca, ajustaron la soga a su cuello y tras las preparaciones oportunas, el sacerdote rezó una breve oración. Tras ella, el verdugo procedió a manejar la palanca que en unos instantes retiraría el suelo de la plataforma de los pies del último Comte de Langedoc.

Los alguacilillos retiraron la soga del cuello del ajusticiado sin retirar el saco que cubría la cabeza del cadáver y lo transportaron a una carretilla. De esta pasó a un carro tirado por mulas que tenía por destino una fosa común detrás de la cárcel, en el bosquecillo cercano. Allí, al abrigo del follaje y la densa arboleda, esperaban el gobernador de la carcel, el verdugo, el sacerdote y los dos alguacilillos. El conductor del carro descubrió su cabeza.

― Enhorabuena, Monsieur. ― Dijo el gobernador. Su plan ha salido a las mil maravillas.
― ¿Acaso lo dudaba usted?
El carretero era Monsieur Cadeau. En el pasillo que conducía al patíbulo, un voluntarioso campesino, fiel al Señor de Langedoc, había cambiado su lugar por el del Comte. Se le había prometido una fortuna para su familia, que les haría ricos y daría la posibilidad de salir de la miseria en la que se había sumido el país tras la Revolución.

― Señor, ¿procedemos a dar la indemnización prometida a la familia del desdichado que hoy ha muerto en lugar de vos? ― dijo el sacerdote.
― ¡Ni mucho menos! ― dijo el Comte. Las arcas han quedado maltrechas tras la Revolución y mi posterior encarcelamiento. Necesitamos hasta el último franco para huir a Inglaterra. Dad las instrucciones necesarias y que eliminen a todos los miembros de la familia de este campesino. Son testigos incómodos de nuestras acciones.
― Así se hará, mi Señor.
Tras decir esto, el verdugo montó a caballo acompañado de los falsos alguacilillos rumbo a la granja.

Días después se encontraba la siniestra comitiva en el puerto de Callais, aguardando para tomar el barco. Todos habían cambiado de nombre y se encontraban a bordo de un barco que partiría rumbo al puerto de Dover. De allí, sin escalas, directos a Londres, donde habían conseguido una casita humilde en la que alojarse en el barrio obrero de Whitechapel. El Comte se reunió allí con su hijo, un incipiente doctor que había heredado el gusto por las artes eróticas y martirológicas de su padre y su abuelo.

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