Diez de enero de 2008


La Chari y la Choni se lo montan chachi.

Aquel domingo de verano había amanecido soleado. Una tenue lluvia había caído por la noche y el ambiente era húmedo. El olor de la tierra mojada acompañaba a una joven que esperaba a las puertas de la estación de Vicálvaro. Otra muchacha se le acercó.

― ¡Joder, no veas si llegas tarde!
― ¡Coño, es que ayer salí!
― ¡No vamos a llegar! Si no fuese porque no me quedan más güevos que ir contigo.
― ¡Anda, no te quejes tanto y tia pa’lante!

Ambas muchachas descendieron por las escaleras. Las suelas se adherían a la rugosidad negra que impide los resbalones. Entraron y el mundo cambió. Un nuevo escenario se alzaba ante ellas. Era un espectáculo ver cómo todas las paredes se habían vestido de gala para ellas.

― Espera que me acabo el cigarrillo.
― Un día te van a meter una multa por fumar dentro.
― Ya lo sé. Pero déjame que me lo acabe.

Depositaron los cigarrillos semiconsumidos en un cenicero que recordaba vagamente a un reloj de arena y bajaron las escaleras mecánicas. El traqueteo del engranaje mecía a las dos muchachas con una canción rítmica que pocos escuchan, pero que es parte de la voz del metro, invitándote a entrar en él.

― Llevas bonobús. Yo no, así que pícame.
― ¡No te jode! Y de donde coños me saco yo el billete de vuelta.
― No te preocupes, que algo sacaremos y a la vuelta te sacas otro.
― Vale, pero me lo debes.

Picaron sus bonometros y entraron en la estación. El perfume de los detergentes empleados por el servicio de limpieza engañaba a los sentidos. Parecían encontrarse en medio de una pradera. La luz acompañaba, recreando un ambiente irreal, casi soleado, que tenía detenido al tiempo.

― ¡Ah! ¡Ostias! ¿Sabes a quién vi anoche? A la Jenny. ¡Qué putón está hecha! Se había enrollado con un cansino de Vallecas y al final de la noche estaba liada con un negraca que lo flipas.
― ¡Joder, las hay con suerte!
― ¡Ya te digo!

Otro tramo de escaleras y otra canción, esta vez más ronca y brusca, se desprendía de entre los peldaños. Llegaron al andén donde esperaba la comitiva de viajeros que acompañaría a las chicas en su trayecto. Pocos eran los usuarios que aguardaban al convoy en aquellas horas matutinas. Una docena, si acaso, contando los dos andenes. Chari y Choni se sentaron en el banco pétreo en el que aguardarían al último vagón del tren.

― ¡Joder, no hay ni dios! ¡Si es que somos unas madrugadoras! ¡Seguro que aún no han puesto ni el Retiro!
― Sabes que hay que coger buen sitio, que los chinos nos quitan todo el espacio y no podemos luego hacer nada. Sólo hay un sitio bueno y no quiero perderlo. Anda y déjate de historias.

Cuando las puertas del vagón se abrieron, un tenue olor a goma quemada les recibió. Sólo tres personas ocupaban los asientos. Una señora mayor con su abrigo de pieles sintéticas que desprendía un aroma a almizcle. Se la veía muy arregladita, con un maravilloso cabello plateado, peinado con esmero y rematado por un pasador que tenía incrustado brillantes de bisutería. Un hombre mayor, de traje elegante pero raído, acompañaba a la mujer. Un bigotito estrecho demostraba parte de su rancio encanto que en otras épocas debió encandilar a sus amantes.

― Pues, como te decía. La Jenny tiene que andarse con cuidadito, porque algún día le birla el novio a alguno y le ponen la cara del revés.
― ¡Ya ves! A la Jessy la pillaron unas tías, porque a una le había robado el novio y le partieron la cara. ¡Que se joda, por zorrón!

En frente de ambas muchachas, un adolescente de amplios pantalones daba la nota musical al trayecto. De los minúsculos cascos que tenía encajados en los pabellones auditivos salía una música lenta, de marcada pulsación y en la que apenas se podía vislumbrar la voz de un cantante de trova más hablada que entonada.

― ¿Te has traído el Mp3?
― No hace tiempo que se me jodió. Ahora escucho la música en el móvil. ¿Quieres que te pase algo?
― Pues, no sé. La verdad es que hace tiempo que no oigo nada nuevo. Espera que activo el Bluetooth y me pasas algo.
― Toma, mira, esta canción mola. Me la pasó mi novio hace una semana y está de puta madre.

A medida que avanzaban en el trayecto, el vagón se iba llenando de viajeros. Pronto bajaron la parejita de ancianos del principio y sus asientos fueron ocupados por una familia de peruanos con sus niños, todos ellos engalanados de domingo.

― Creo que este domingo vendrá mucha vasca.
― Eso espero, que la semana pasada no sacamos ni veinte euros. ¡Joder, toda la mañana pa’ na’!

Chari se entretenía mirando los graffiti de las paredes del vagón. Algún niño había dado con una figurita graciosa y la había reproducido varias veces en las puertas. Representaba una cara fumadora que enseñaba los dientes contenidos en una sonrisa burlona y los ojos mostraban cierto estrabismo al estar mirando ambos a lugares dispares. Con su mano, Chari tocó la rugosidad de un cristal rayado con una firma. Era áspero al tacto, pero al tiempo agradable.

― ¿Queda poco pa’ llegar?
― Sólo una estación y hacemos trasbordo.
― ¡Puf! ¡Estoy matada! ¡A ver si llegamos ya!

La estación de Príncipe de Vergara llegó y allí se bajaron del tren. Había mucha más gente que cuando tomaron el metro en Vicálvaro y se notaba en el bullicio. Una sonoridad informe de voces llenaba la concavidad de la estación y se mezclaba con el ruido de un nuevo convoy que acababa de llegar, en sentido contrario, a la estación. Subieron las escaleras, enfrascadas en su conversación y no prestaron la más mínima atención al muchacho keniano que estaba en un rincón colocando los DVDs pirateados en una sala de cine. Nadie entendería las voces allí grabadas, pero el chico haría negocio. Aún hay gente que cree que es lo mismo que verla en el cine.

― Esta tarde iremos al cine.
― ¿Y qué vais a ver?
― ¡Puf! ¿Y yo qué sé? ¡Cualquier marcianada que le salga en los cojones a mi novio!

Un nuevo tramo de escaleras y una curva. La música se iba haciendo cada vez más clara, más definida. Era como si se acercasen a una fiesta, a la que hubieran sido invitadas sin ellas saberlo. Al final de la escalera mecánica, un violinista, posiblemente ucraniano, de rica y amplia formación deleitaba los oídos de los transeúntes que vagamente reconocían los sones de un Vivaldi enlatado sobre el que el viejo violín profería la melodía principal en tonalidades suaves, de perfecta ejecución. Ambas muchachas interrumpieron la conversación, posiblemente de manera inconsciente, para poder sentir aquel torrente de sonido que las embargaba.

― ¡Jo, mola!

Llegaron a un nuevo andén. Tuvieron que correr, porque allí les esperaba el metro. Como el novio que espera a su prometida a las puertas de la iglesia, el tren esperó a las jóvenes para que entraran en su interior, acogiéndolas de manera maternal, casi embrionaria y así poder entrar en el túnel-útero que las llevaría por fin a su destino.

― ¿Te has traído todos los trastos?
― ¡Que sí, ostias! ¡Ni un puto día me he olvidao de na’ y tos los putos días me lo preguntas!
― ¡Es que me jodería llegar aquí y que nos faltase algo! ¡Con lo que jode madrugar!

Pararon en la estación de Retiro. Los azulejos diseñados por Mingote habían dejado para siempre una bella idealización del parque que les aguardaba en la superficie. La triste sala de exposiciones, cerrada desde hacía meses y que tenía papeles por el suelo, que nadie había barrido y que nadie necesitaba que los barrieran. Las jóvenes se apresuraron a salir al exterior.

― Ahora, ¡a correr! ¡Que no nos quiten el sitio!

A toda prisa llegaron al estanque del retiro. En el paseo, buscaron un hueco libre entre todos los puestos de pipas, los titiriteros, chinos que escribían cualquier nombre con caracteres coloristas y otros que te ofrecían masajes a módicos precios. Allí había hasta una pareja de novios disfrazados estrafalariamente y cantando canciones infantiles por lo que Chari y Choni pensaron que estaban haciendo una prueba para una despedida de solteros. Parecía que tenían mucho público.

― Monta el chiringuito, que yo reservo el sitio. ¡Date prisa, joder!
― Que ya voy pesada. ¿No ves que no hay problema? Somos de las primeras.

Detrás del pequeño apartadillo en el que se habían maquillado con polvos blancos y carmín rojo, salieron dos payasitos encantadores a los que aguardaba un público infantil de caras frescas y sonrientes.

― ¡Niños y niñas! ¡Pitufos y pitufinas! ¡Bienvenidos al show del Retiro! La Función va a comenzar, guardad silencio ¡o gritad con alegría! Porque…
― ¡La chari y la Choni se lo montan chachi!
― Había una vez un par de chicas en un apartado país que salieron al bosque con sus cestitas para dar caramelos a los niños…

Los pequeños aplaudieron la función con entusiasmo. Una pequeña lloraba. ¿Qué se le va a hacer? No a todo el público le gustan los mismos espectáculos. Los que nacen críticos teatrales son difíciles de contentar. A pesar de todo, las dos chicas estaban satisfechas y felices. No hay duda de que la Chari y la Choni se lo montan chachi.

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